Los otros peligros de los delitos de odio

Felix Ovejero, profesor de Economia, Etica y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona

“Moros fuera de España”; “los judíos controlan el mundo”; “el Holocausto es mentira”; “¡uh!, ¡uh!, ¡ah!, ¡ah!” (gritos simulando a un simio ante un deportista negro); la quema de una bandera arcoíris; un cartel publicitario con estadísticas que muestran la proporción de extranjeros entre la población reclusa. Son ejemplos de lo que convencionalmente se califica como discurso del odio. Aunque la idea parece clara, precisarla no es tarea sencilla. Repárese en la diversidad de registros: prescripciones; enunciados empíricos; afirmaciones falsas y otras verdaderas; actos que recaen sobre objetos y otros que recaen sobre personas; expresiones explícitas y otras más sutiles, que solo algunos en determinado contexto pueden percibir como ofensivas (lenguajes codificados, “silbatos para perros” dog whistles).

Hay otras dificultades para precisar en qué consisten los delitos de odio. Para definirlos se puede apelar a los daños que producirán (discriminación, exclusión, violencia); a las características intrínsecas de los actos (palabras o símbolos); a los conceptos comprometidos en los delitos (la dignidad, el honor, la seguridad); a las ideas que transmiten (“moros fuera de España” viene a ser lo mismo que “solo los españoles deben vivir en España”). Y para complicar las cosas, cada una de esas características puede apuntar en una dirección distinta e, incluso, ellas mismas están lejos de ser unívocas en su interpretación. Por ejemplo, ¿qué distingue una provocación (por parte de una minoría) de una violación de convenciones morales muy extendidas?

Incluso el propio sintagma “delitos de odio”, eficaz políticamente, resulta impreciso en sus contornos. El odio es una emoción, esto es, un estado mental y/o una disposición, y, por lo mismo, no es fácil de perfilar o de observar. Por otra parte, tampoco está claro si la emoción a la que se alude (el odio que hay que tasar) es la del emisor (“X odia a Y”), la de los receptores del mensaje (“X desata el odio en Y sobre Z”) o, incluso, a los aludidos (“Z se siente odiado por X o por Y”). Además, está lejos de resultar inexorable la secuencia causal, el proceso empírico que vincula el acto (el discurso del odio) con la emoción y la acción (delito de odio). Desde luego, no es como la que existe entre un golpe y un hematoma o entre un disparo o un veneno y la muerte. La mayor parte de las veces la relación atribuida es solo probable. O falsa. Por ejemplo, hay abundante literatura que muestra que los videojuegos violentos no desencadenan comportamientos violentos (al contrario, los disminuyen) y otra que el consumo de pornografía no se traduce en conductas irrespetuosas respecto a las mujeres. Cito esos dos casos porque se trata de relaciones causales invocadas con frecuencia a la hora de justificar prohibiciones “porque alientan el odio o la violencia”. Por cierto, también hay resultados empíricos que muestran que el odio hacia las entidades colectivas, como las instituciones o los grupos, pero no los individuos, puede reforzar el “sentido de la vida” de los odiadores.

En esas condiciones, obtener una caracterización precisa de “delitos de odio” no pasa de ser un deseo piadoso. Y precisa ha de ser la caracterización porque la precisión es el requisito imprescindible de cualquier prosa que aspire a ingresar en el código penal.

A ello se une que, a la hora de determinar los asuntos y las perspectivas susceptibles de ser consideradas “molestos”, no sobran los acuerdos. Unos exigen una protección especial para sus ideas religiosas; otros, que no se toquen los símbolos nacionales, las banderas o las fotos del Rey; los de más allá, el respeto a no sé qué minoría por su condición de minoría (los ricos, por cierto, también son una minoría); no faltan quienes creen que no deberían autorizarse discrepancias públicas sobre determinados asuntos históricos (Holocausto) o sanitarios (vacunas); algunas feministas reclaman la prohibición de la pornografía o de la publicidad sexista; muchos españoles sostienen que deben castigarse los elogios a Franco y otros, que no se pueden autorizar homenajes a los terroristas de ETA. Sin olvidar a los de la cultura de la cancelación, que manejan con soltura todos los palos: basta que uno se sienta ofendido –o un tercero considere que se ofende a alguien– para que quiera silenciar al señalado como ofensor. Eso para empezar, que, por lo general, no solo buscan acallar las otras voces (¿se acuerdan del autobús con el “Hazte oír”, vetado en tantas partes?), sino que pretenden que solo se escuche la suya, como muestra la ubicua presencia en tareas de comisariado de la llamada “perspectiva de género”. Una estrategia no muy diferente de la utilizada por otros cuando defienden una memoria democrática obligatoria, oficial y unánime: la democracia se invoca para acallar el debate, el democrático y hasta el científico. Por cierto, que algo parecido ha sucedido a cuenta de la invasión rusa de Ucrania: se han acallado no ya las opiniones del “enemigo”, sino incluso de aquellos otros que, criticando la intervención, discrepaban en las respuestas. Con ellos y hasta con cualquier persona que, de un modo u otro, tuviera que ver con Rusia, incluidos los que no estaban en condiciones de abrir la boca, como Dostoievski o Tchaikovsky. Todo ello en nombre de la libertad. Porque, aunque todo el mundo es partidario de la libertad de expresión, todo el mundo levanta la mano pidiendo que se penalicen o acallen ciertas opiniones que les conciernen o que creen que les conciernen.

También están los peligros derivados de las actuaciones contra los delitos de odio. Las “soluciones” pueden ser fuente de nuevas dificultades. Y es que las prohibiciones del discurso del odio no carecen de costes o de problemas que, en el fondo, afectan a la libertad de expresión: se acallan voces o perspectivas sobre los asuntos “delicados”; se corre el peligro de caer por una pendiente resbaladiza para todo tipo de restricciones, dada la dificultad para trazar el perímetro del discurso del odio; se otorga al Estado una función moralizadora, lo que equivale a perder una deseable neutralidad acerca de la idea de bien; se favorece un paternalismo incompatible con el respeto a la autonomía de los ciudadanos; se puede producir un efecto contrario al deseado, en tanto las prohibiciones radicalizan a los odiadores que, considerando que sus voces no pueden escucharse, se desvinculan de sus compromisos democráticos y pasan de las musas al teatro, de los discursos del odio a los delitos de odio.

Cierto es que las anteriores consideraciones –las del último párrafo– están lejos de resultar concluyentes. Cada una de ellas tiene su réplica y algunas de tales réplicas parecen difíciles de rebatir. Por mencionar la última: es discutible que la ley no cumpla funciones pedagógicas, que las prohibiciones de ciertas conductas o acciones acaben por alentarlas. La ley tiene una función moralizadora, además de castigar: estigmatiza y, en ese sentido, ejerce una presión social que señala los comportamientos penalizados y, al final, los desacredita. Sucedió con el consumo de tabaco. O, por ir a otro asunto no menos controvertido: la “neutralidad del Estado” en el mercado de las ideas es una aspiración quimérica, en la frontera de la contradicción. Porque el funcionamiento de ese mercado requiere inevitables intervenciones para funcionar. Y las intervenciones no son neutrales porque –en tanto intromisiones– no pueden serlo. Dicho de otro modo: no hay elección posible sin una arquitectura de elección que, de alguna manera, acaba perfilando las opciones. La elección presume un marco de elección, que no puede ser neutral. Si se permite la comparación, es lo que sucede con la decisión de ser donantes órganos: al ciudadano hay que presentarle una alternativa; por defecto, puede ser donante, o no, si quiere ser donante, ha de marcar la casilla. En todo caso, resulta inevitable ofrecer algún modo de presentar las alternativas. El Estado, en ese sentido, alienta un comportamiento u otro, pues, en buena medida, el marco de elección decide las respuestas: es una de las razones del éxito de España en trasplantes, que aquí, por defecto, somos donantes. Mutatis mutandis, eso vale incluso para la descripción de los problemas, que no hay neutralidad ontológica. Sobre eso también hay resultados: el consumidor no reacciona igual ante un producto 95% libre de grasa que ante uno que tiene 5% de grasa; los norteamericanos partidarios del impuesto de sucesiones dejan de estarlo cuando ese impuesto se bautiza como “impuesto de muerte”, el siniestro rótulo con el que lo presentaban los conservadores; se prefiere gastar en “ayudar a los pobres” que “en bienestar”, en “tratar la adicción a las drogas” que en “rehabilitar drogadictos”; en hacer frente “al calentamiento global” que al “cambio climático”; los críticos de la ley del aborto prefieren presentase como “provida”, mientras que los abortistas se describen como defensores de la “libertad de elección”. En esos casos, las alternativas son las mismas, pero el marco es decisivo. Y marco se necesita para presentar las opciones. En lo que nos ocupa: no hay presentación neutral de los debates públicos, ni puede haberla.

Como se ve, conceptualmente, el terreno de los delitos de odio es pantanoso. ¿Nos hemos de resignar entonces ante las políticas de odio? No lo creo. Que tengamos problemas para identificarlos no quiere decir que no podamos abordarlos analíticamente. La dificultad para aplicar un concepto no debe llevarnos a abandonarlo cuando apunta a realidades indiscutibles. Conceptos como romanticismo, belleza, inteligencia o democracia, importantes tanto en nuestro entendimiento cotidiano como en la investigación académica, resultan muy útiles, aun si no son susceptibles de ser especificados mediante un conjunto de condiciones necesarias y suficientes. La mayoría de las personas no son idiotas sin remedio o superdotados; en autores románticos encontramos elementos clásicos; los regímenes políticos no son democracias impecables o dictaduras sanguinarias. En todos esos casos, nos encontramos con realidades imprecisas. Pero eso no quiere decir que sean imprecisos los conceptos que utilicemos para abordarlas. Tener una idea clara de que una realidad es vaga es cosa distinta de tener una idea vaga. Parafraseando a Goethe, reconocemos que el árbol de la vida es gris en sus contornos, pero no el de la inteligencia. En lo que aquí interesa: la clarificación de “los delitos de odio” consiste –y no es poco– en reconocer que la realidad del odio no permite el trazo claro que necesita su penalización.

La modesta moraleja de lo dicho hasta aquí es que no resulta sencillo eliminar los delitos de odio por razones de principio, porque no hay modo de asirlos conceptualmente. Pareciera que los debates en torno a tales asuntos no son más que un modo de solemnizar las escaramuzas políticas de siempre: calificar como odio no es más que un modo de dibujar el terreno para acallar discrepancias y orillar los problemas. Aún peor, la calificación como “odio” sería otro modo de ejercer el odio. Sencillamente, habría controversias insuperables, desacuerdos fundamentales, que afectan a lo que puede decirse. Y sin duda es así. Una pista: en el fondo, estamos hablando de democracia.

Quizá esa elemental consideración nos permita ver las cosas con menos pesimismo. Con un pequeño cambio de perspectiva. Porque el complejo asunto de los delitos de odio se puede hacer manejable si lo abordamos vinculándolo a un reto clásico de las democracias: el de los límites y funciones de la libertad de expresión. Este también es un asunto controvertido, pero algo más manejable, aunque solo sea porque se le han dado ya muchas vueltas. Y lo primero es que esos límites existen: con o sin odio, no todo se puede decir. En eso estamos todos de acuerdo. Es más, incluso hay bastantes acuerdos sustantivos acerca de los asuntos sobre los que no se puede decir lo que nos dé la gana. Por eso se penalizan sobornos, amenazas o perjurios. Se castiga la información falsa (alimentos, medicamentos, tratamientos), pero también la veraz (la fabricación de bombas, el domicilio de personas amenazadas).

No es ese el único punto de acuerdo. El otro se sigue de lo anterior: la libertad de expresión es inseparable de la regulación pública. Porque la libertad de expresión requiere garantías para ejercerse. Por ejemplo, para prevenir frente al odio concreto. Asistir a un mitin de Vox en Hernani o pasearse con una bandera constitucional –y hasta reclamar el cumplimiento de las sentencias judiciales– por buena parte de Cataluña es imposible sin protección policial: el ejercicio de derechos y libertades no se puede sostener en el heroísmo de los ciudadanos. La presencia de puntos de vista contrapuestos, el respeto a las personas y la posibilidad de réplica requieren leyes y los poderes públicos. Dicho de otro modo, sin jueces y policías, sin el Estado, no funciona el vínculo entre la libertad de expresión y la preservación de la democracia.

Vamos centrando el asunto. Sobre dos pies: el Estado es condición de la libertad de expresión y esta importa porque importan otras cosas, como la obtención de la verdad o la democracia (otros apelarán a la autonomía de los ciudadanos, a la necesidad de disponer de una buena información para ordenar sus vidas). Si queremos asegurar estas, debemos cuidar aquella y su buen funcionamiento. Se trata de mantener bien engrasado el mecanismo que convierte a la libertad de expresión en la buena democracia. Lo importante es que todas las voces afectadas por las decisiones –al menos las afectadas– puedan participar en los debates con unas mínimas garantías. Y, a partir de ahí, confiar en la deliberación democrática. Eso no equivale al desistimiento, al abandono resignado, a una suerte de laissez faire laissez passer y que sea lo que Dios quiera. Por ejemplo, la defensa de la libertad de expresión, entre otras cosas, nos exige considerar las condiciones materiales y técnico-culturales de su práctica, como hicieron, por cierto, los protagonistas de las revoluciones democráticas cuando defendían la pequeña propiedad o la alfabetización en la lengua común: la autonomía económica permitía la limpieza de juicio y la koiné y la generalización de la imprenta/prensa (Print capitalism a lo grande) hacían posible la conversación pública, el entendimiento, y el acceso a la información y a las leyes de todos.

Atender a esas mismas circunstancias hoy exige ampliar el foco. Por ejemplo, para explorar de qué modo las desigualdades económicas y tecnológicas degradan la libertad de expresión y, por lo mismo, el debate democrático. Para el buen funcionamiento de la democracia todas las voces han de poder escucharse, algo que no sucede cuando unos disponen de un altavoz y otros, desprovistos de recursos, de poder o de elemental acceso a las nuevas tecnologías, ni pueden exponer sus ideas. Las desigualdades pervierten el debate público de manera inmediata, por la afonía impuesta a los desprotegidos, y también de otra mucho más patológica: quienes no pueden hablar, al final, no se atreven a expresar sus opiniones y, a fuerza de entumecimientos, acaban por acatar y hasta asumir los únicos relatos en circulación. Desde los experimentos de Asch sabemos que todos preferimos pensar que estamos equivocados a pensar que estamos locos. En esas condiciones los silencios se confunden con los acuerdos. El engranaje lo desmenuzó hace muchos años el economista Timur Kuran en Private Truths, Public Lies: en determinados contextos se imponen falsas unanimidades y los ciudadanos, convencidos de que su opinión es únicamente suya, no están dispuestos a asumir los costes de discrepar. No importa que su opinión, en realidad, esté muy extendida, incluso que sea mayoritaria, basta con que crean que pocos piensan como ellos. Solo si asoma un número suficiente de discrepantes, que en esas condiciones no asoma, se atreverán a opinar. La desigualdad de poder establece un consenso impostado que, ante la ausencia de discrepantes, se confirma a sí mismo: solo se escucha una voz y los ecos, que la refuerzan. Recuérdenlo cuando lean que “en Cataluña no hay problemas con la lengua y ahora quieren crear un problema donde no lo había”. Otro ejemplo, procedente de una investigación reciente: el 87% de los hombres saudíes dijeron en privado que apoyaban a las mujeres que trabajaban, pero el 70% pensó que eso solo era cosa suya. Cuando escucharon la cifra real, el empleo entre sus esposas aumentó un 179%. La conformidad con las malas normas puede romperse rápidamente cuando alguien rompe el silencio.

Repárese que hemos pasado de una mirada pasiva sobre la libertad de expresión a una más activa, positiva. No se trataría tanto de “proteger de la libertad de expresión” a colectivos o minorías excluidas o marginadas como de asegurar que también ellos pueden hablar, de que garantizar la igualdad en la plaza pública. Una garantía que, inevitablemente, casi por definición, ha de ser pública. Porque, en los mercados reales, las ideas no circulan libremente. Para poder hablar se necesita dinero y, como nadie se atreve a morder la mano que le da de comer, mejor omitir ciertos asuntos. Dicho de otro modo, en el léxico de los economistas: hay unos enormes costes de entrada. No todos pueden competir. Nada que se parece a la quimérica competencia perfecta. Uno de los periodistas españoles con mayor experiencia, también como director de periódico, Luis María Anson lo resumió en toda su crudeza en una entrevista en El Mundo: “vas a escribir el artículo y empiezas a medir las consecuencias que puede tener: que si me van a cerrar los créditos, si el banco se va a poner hecho una fiera, si me retiran la publicidad… ¡A lo mejor escribes un artículo y te retiran 10 millones de euros de publicidad! En ocasiones, incluso te das cuenta de que es mejor aplazarlo…”. Si quieren entender la proliferación mediática del mal llamado “marxismo cultural”, supuestamente tan antisistema, atiendan a tan juiciosas consideraciones. “La cultura, para ustedes, que de la economía ya me encargo yo” o “aquí me las den todas”, deben de pensar los gestores del “sistema”.

Y las cosas van a peor con las nuevas tecnologías de la información. No es que unas voces tengan más posibilidades de escucharse que otras, es que directamente se acallan. Recuerden lo sucedido con Trump. Facebook o Twitter deciden qué conversaciones, asuntos o puntos de vista resultan aceptables. Los otros, a callar. Un poder privado, arbitrario, no sometido a control regula el ingreso al ágora y, de facto, el debate ciudadano. Como si Movistar nos cortara la línea porque a Álvarez-Pallete, su presidente, le molestaran nuestras conversaciones. No fantaseo. Con ocasión de la guerra en Ucrania, algunos hemos caído en la existencia de Starlink, el servicio de Internet de cobertura mundial a bajo coste de Elon Musk mediante satélites interconectados, que ha puesto al servicio de los ucranianos. Estupendo. Pero, claro, resulta inevitable pensar que, lo mismo que lo ofrece, lo puede quitar, según le parezcan las causas a Musk. No es lo único que hemos visto en estos días: Facebook, capaz de censurar una foto de Hitler acariciando a un perro, para “evitar el odio”, ha dicho que permitirá mensajes de apoyo a la violencia –y al odio– contra Rusia, más exactamente, contra los rusos en particular. La lógica perversa del racismo: discriminar a alguien no por sus acciones, sino por compartir una característica fortuita con otro grupo humano. Y lo han defendido los mismos que, a la vez, sostienen –sin faltar a la verdad– que Rusia no es una democracia, esto es, que sus ciudadanos no deciden quien les gobierna, antes al contrario, que son sus primeras víctimas: se los condena por su destino, por su mal azar de haber nacido en Rusia. Pero, más allá de la obvia contradicción, lo extraordinario es la autorización –cuando no el aliento—del odio, por los mismos que practican la cultura de la cancelación, en manos de un poder no sometido a control democrático. La intromisión privada sabemos lo que es: poder despótico, arbitrario. Ausencia de libertad.

El problema no son las intromisiones. Por las razones expuestas, son necesarias, inevitables y hasta convenientes para el debate democrático. Se puede educar la ponderación de la información y el razonamiento público: hay resultados empíricos que confirman que “incitar sutilmente a las personas a pensar en la precisión mejoró la veracidad de las noticias que compartían” y la calidad de la deliberación. Una consideración que se puede ver de otro modo, más desolador: las intervenciones también pueden empeorar razonamientos e información y, por ende, hacer imposible la buena democracia. Que se opte por una cosa u otra no puede quedar al arbitrio de los poderosos. El problema no radica en que sean buenos o malos, en que se comprometan con las buenas causas o con las indecentes, sino en el hecho de que puedan decidir cuáles son las buenas causas: qué es lo importante es precisamente lo que nos corresponde decidir a los ciudadanos, el debate que se nos hurta. Al menos si nos preocupa la libertad de expresión y la democracia. La mejor manera de combatir el odio.