Las raíces del odio desde el punto de vista psicológico

José Lázaro

A la hora de entender la conducta humana son tan importantes las peculiaridades personales, históricas o culturales, diferentes en cada individuo, como los mecanismos universales que se dan en todo ser humano y se pueden estudiar exactamente igual en La Ilíada o en los periódicos de hoy. Según afirma Enrique Baca en su contribución a este mismo volumen, “es preciso tener claro que los mecanismos del odio personal y del odio social no son accesibles al conocimiento serio si no se particularizan y se estudian específicamente. Muchas veces la prisa por establecer mecanismos generales hace que se pierda fundamentación sólida en aras de aproximaciones más superficiales”. Tiene toda la razón. Pero también es cierto lo contrario: sólo una atención suficiente a los mecanismos generales de la conducta humana permite profundizar en las particularidades de cada caso concreto. De hecho, el propio texto de Baca en que se encuentra esa frase es una brillantísima descripción sintética de mecanismos psicosociales genéricos que se pueden identificar en las más diversas circunstancias y en los más variados casos: la descripción que él hace de la construcción del enemigo o del odio como fenómeno social se puede aplicar perfectamente a la Alemania nazi, a la relación de los castristas con los cubanos exiliados a Miami, a los dos bandos de la Guerra Civil Española, a la persecución de los trostkistas por Stalin, a la historia del Ku Klux Klan o al separatismo catalán actual. Y es ese carácter genérico lo que da a las descripciones de Baca su gran valor.

También la hipótesis que aquí queremos presentar sobre las raíces del odio sería, en caso de que fuese cierta, común a las formas más diversas del odio personal y grupal. De hecho, lo que aquí se pretende es esbozar el mecanismo nuclear que, según esta hipótesis, estaría en el fondo de cualquier manifestación del odio humano. Este tipo de acercamientos no se pueden considerar alternativos, sino complementarios, del estudio específico de casos concretos del tipo de los que hace la microhistoria. Unos y otros los hay buenos y malos. Unos y otros son necesarios para una comprensión rigurosa del odio.

El planteamiento que aquí se propone a discusión es el siguiente:

Los sentimientos de odio son producidos por una agresión a (o una frustración de) los dos grandes impulsos básicos que tiene todo ser humano (y, de una forma más instintiva, también otros mamíferos superiores): los que proceden del orgullo y del deseo. Son las heridas narcisistas y las barreras al deseo lo que provoca siempre el odio contra aquellos que, de forma real o imaginaria, las han causado.

De hecho, lo que aquí se pretende es esbozar el mecanismo nuclear que, según esta hipótesis, estaría en el fondo de cualquier manifestación del odio humano

Para que esta tesis tenga sentido hay que entender los términos “orgullo” y “deseo” en un sentido muy amplio:

Siempre buscamos lo que nos refuerza, lo que gratifica nuestro yo y nos reafirma en lo que somos: eso, en un sentido genérico, es el orgullo. (Elegimos este término para englobar en él lo más esencial de todo un campo semántico que incluye múltiples vocablos técnicos y coloquiales, positivos y negativos: narcisismo, seguridad en uno mismo, soberbia, autoestima, fatuidad, egocentrismo, autoafirmación, vanidad, amor propio, fuerza del yo, altivez, ego, arrogancia, prepotencia… Al núcleo de significado común a todos esos términos —que tienen entre sí muchos matices diferenciales— es a lo que aquí denominaremos “orgullo”).También buscamos lo que nos atrae, lo que nos apetece conseguir y nos da placer al conseguirlo: eso es lo que, en un sentido igualmente amplio, denominamos deseo. (También este término lo elegimos para aludir al núcleo común de varios significantes cuyos significados tienen matices muy diferentes entre sí: instinto, pulsión, impulso, tendencia…).

Los sentimientos de odio son producidos por una agresión a (o una frustración de) los dos grandes impulsos básicos que tiene todo ser humano (y, de una forma más instintiva, también otros mamíferos superiores): los que proceden del orgullo y del deseo.

Si fuera cierto que el orgullo y el deseo, así entendidos, son los dos núcleos básicos de nuestra constitución psíquica, todos los demás se derivarían de ellos. Podríamos decir, de forma muy esquemática, recurriendo a la clásica enumeración de los pecados capitales, que la soberbia es uno de los nombres del orgullo; la guía y la lujuria, dos formas básicas del deseo primario; la avaricia es el afán de acumular medios para gratificar el orgullo y satisfacer el deseo; la pereza, un estado transitorio de pasividad que se disfruta cuando se ha logrado satisfacer el deseo y no está amenazado el orgullo; la ira se explica como el arrebato provocado por una agresión al orgullo o por una frutración del deseo; la envidia consiste en la sensación insoportable que se produce al observar que otros logran gratificar el orgullo y los deseos que nosotros tenemos insatisfechos….De todo lo cual se podría concluir que el odio es el sentimiento que se va a cumulando contra aquellos a los que atribuimos las ofensas a nuestro orgullo y/o la imposibilidad de satisfacer nuestro deseo (sean reales o imaginarias, espontáneas o inducidas socialmente).

La validez de un planteamiento teórico de este tipo es directamente proporcional a su capacidad para explicar cualquier caso concreto al que quiera aplicarse, ya sea antiguo o moderno, próximo o remoto, real o literario.

Por consiguiente, elegiremos un primer ejemplo para tratar de aplicarlo, bien entendido que sería igualmente aplicable a cualquier otra manifestación de odio entre seres humanos que queramos elegir. Tomaremos ese ejemplo de la historia europea.

El odio es el sentimiento que se va acumulando contra aquellos a los que atribuimos las ofensas a nuestro orgullo y/o la imposibilidad de satisfacer nuestro deseo sean reales o imaginarias, espontáneas o inducidas socialmente

La epidemia de odio que Hitler contagió al pueblo alemán

Un ejemplo para ilustrar nuestra tesis es un episodio histórico muy estudiado y bien conocido pero que sigue dando mucho juego, un enigma que muchas veces se plantea en forma de pregunta, lo que no deja de ser asombroso para los que consideramos la respuesta evidente y difícil de entender que alguien no la vea y siga haciendo la pregunta. El presunto enigma, la pregunta en cuestión, es siempre la misma: ¿Cómo es posible que un pueblo civilizado y culto como lo era el alemán a la altura del año 1938 apoyase con entusiasmo masivo a un señor llamado Adolf Hitler? Frente a ella se podría objetar: ¿Cómo es posible que alguien se haga semejante pregunta, si la respuesta está clarísima?

Hitler manejó con gran habilidad los dos mecanismos personales y sociales básicos de aquellos seres humanos que vivían en la Alemania de los años veinte y treinta; son los mismos mecanismos que actúan en todo ser humano, incluido, por supuesto Adolf Hitler, que logró transformar las heridas de su orgullo y la frustración de sus deseos personales en un discurso seductor de masas con el que —se podría decir, metafóricamente— tocó perfectamente las heridas colectivas del pueblo alemán y le hizo una terapia de grupo cuyo éxito fue explosivo.

Adolf Hitler, que logró transformar las heridas de su orgullo y la frustración de sus deseos personales en un discurso seductor de masas con el que tocó perfectamente las heridas colectivas del pueblo alemán

Se encuentran abundantes y claros testimonios de todo ello en dos obras recientes (Rees, 2012 y Weber, 2017) que han puesto el foco en la personalidad de Hitler, la han sometido al análisis microscópico y han llegado a formular unas tesis muy claras, que encajan perfectamente con la nuestra.

En 1916 “Hitler todavía era un tipo raro y solitario con opiniones políticas volubles. Su transformación en un líder carismático y un político brillante con ideas nacionalistas firmes y convicciones extremistas y antisemitas no comenzó hasta 1919, y no se completó hasta mediados de la década siguiente” (Weber, p. 16).

Cuenta Leni Riefenstahl que Hitler convivió, siendo muy joven, con August Kubizek, que dejó sobre él el siguiente testimonio: “Estaba peleado con el mundo. (…) Allá donde miraba veía injusticia, odio y enemistad. Nada era ajeno a sus críticas, nada era digno de su aprobación (…). Asfixiado por su catálogo de odios, volcaba su furia sobre todo, sobre la humanidad en general, que no le comprendía, que no le apreciaba y por la cual era perseguido” (Rees, p. 17). Es decir, el joven Hitler, que era en aquella época un auténtico fracasado, tenía profundamente herido su orgullo y no tenía la menor posibilidad de satisfacer sus deseos personales.

Si comparamos la situación anímica del pueblo alemán tras el final de la gran guerra (y la humillación que supuso el tratado de Versalles) con la estrictamente personal de Hitler vemos cómo se juntaron el hambre y las ganas de comer.

Karl Mayr era un capitán del ejército en Múnich que trató con Hitler en la primavera de 1919 y lo describió de esta manera: “En aquella época, Hitler estaba dispuesto a unirse a cualquiera que le mostrase amabilidad. Nunca tuvo aquel espíritu mártir de ‘Alemania o muerte’ que más tarde utilizó tanto como eslogan propagandístico. Habría trabajado para un empresario judío o francés con tanta disposición como para un ario. Cuando lo conocí era como un perro extraviado y cansado que buscaba dueño” (Rees, p. 24).

El minucioso análisis de Thomas Weber se centra en los primeros meses que Hitler pasó en Múnich tras recibir el alta hospitalaria el 17 de noviembre de 1918. La versión que dio Hitler, y que resultaba difícil de confirmar o de refutar documentalmente, era que él decidió convertirse en un político nacionalista cuando supo que la guerra había acabado y que había estallado una revuelta comunista en Múnich. Weber demuestra que en realidad su definición ideológica ocurrió meses después y que en esos meses pasaron cosas muy importantes. Sus ideas políticas fueron confusas y cambiantes al menos hasta el verano de 1919. Cuando llegó a Múnich, a finales de 1918, estaba desorientado ideológica y personalmente, veía el derrumbamiento del viejo orden y oscilaba entre las ideas democráticas y las socialistas. Los soldados que no estaban de acuerdo con la proclamación de aquel Estado Libre de Baviera tuvieron la posibilidad de mostrar su rechazo a las autoridades del movimiento revolucionario que había triunfado en Múnich uniéndose a los Freikorps y dándose de baja en el ejército bávaro, pero Hitler no lo hizo, lo que significaba, lo que implicaba, en palabras de Weber, que “decidió activa y deliberadamente ocupar un puesto cuyo propósito era servir, respaldar y defender el régimen revolucionario” (p. 77). En dos ocasiones fue elegido como representante de los soldados a las órdenes del gobierno revolucionario, y hay imágenes que lo muestran desfilando tras el féretro de Kurt Eisner, el líder revolucionario que fue asesinado en febrero de 1919.

Weber sostiene que en aquella época Hitler podría haberse apuntado a movimientos políticos totalmente diferentes, siempre que defendiesen algún tipo de socialismo (que suprimiese las diferencias de clases) y de nacionalismo. De hecho fueron esos dos términos los que acabó combinando el nacionalsocialismo.

Entre diciembre de 1918 y el 12 de febrero de 1919 Hitler estuvo dedicado a vigilar prisioneros de guerra soviéticos en Traunstein. En Mein Kampf sostiene que estuvo allí hasta marzo y que se ofreció voluntario para apartarse del núcleo revolucionario de Múnich que le resultaba repugnante. Weber muestra que su verdadera motivación era mantenerse como fuese en el ejército bávaro, porque era el único lugar en que tenía alimentación garantizada y unas relaciones sociales que paliasen su carencia de relaciones familiares.

Su metamorfosis empieza realmente, para Weber, en mayo de 1919, y sobre todo el 9 de julio cuando se confirman las clausulas humillantes del tratado de Versalles y queda definitivamente cerrada la posibilidad de un armisticio honorable. El gobierno que lo firmó dependía del Partido Socialdemócrata, al que Hitler estaba muy próximo entonces y del que se alejará rápidamente. Unos cursos militares de formación política a los que asistió en ese mismo momento le proporcionaron sus rudimentarias ideas sobre el judaísmo, el capitalismo internacional y la historia geopolítica (Weber, pp. 127-138). Con ellas construyó su primitiva pero eficaz doctrina.

Laurence Rees hizo un intento práctico para sentir él mismo el carisma de Hitler, con el fin de entenderlo mejor, y no lo consiguió. Se empapó con toda la posible información sobre el personaje, se familiarizó con él, su contexto y su época y se dedicó a ver una y otra vez la gran cantidad de material cinematográfico filmado directamente con Hitler, especialmente de sus discursos, pensando que tal vez aquellas imágenes y sonidos pudieran transmitir el famoso carisma. Llegó a la conclusión de que Hitler no le resultaba, en una pantalla, carismático en absoluto. Y entonces se preguntó si le faltaría algo a él para poder sentir el carisma de Hitler (ese carisma que fascinó a la mayor parte del pueblo alemán, pero no absolutamente a todo, pues hubo otra parte que se mantuvo ajena a él). La respuesta que se dio Rees es lo que aquí interesa analizar: “Yo no estaba hambriento; humillado tras perder una guerra; desempleado; asustado por la violencia que imperaba en las calles; no me sentía traicionado por las promesas incumplidas del sistema democrático en el que vivía; aterrorizado porque mis ahorros se desvanecieran en un desplome de la banca; y queriendo que me dijeran que todo ese caos era culpa de otro” (p. 13).

Traducido a la terminología que aquí hemos adoptado: Hitler se encontró, en los años veinte, tras el armisticio de 1918 y el feroz Tratado de Versalles, con un pueblo humillado y arruinado, un pueblo que había sido poderoso y rico pero que ahora tenía su orgullo machacado y sus deseos frustrados. Y le dijo a ese pueblo exactamente lo que estaba deseando oír: no estamos hundidos por ser inferiores, estamos hundidos a pesar de que somos la raza superior. Hemos sido traicionados, acuchillados por la espalda y aplastados por nuestros enemigos: los judíos, los comunistas, las democracias que ganaron —con malas artes— la guerra. Nos han robado tierras que nos pertenecían a nosotros, nos están haciendo pagar unas compensaciones monstruosas por haber perdido la guerra. Pero no se lo vamos a permitir. Los alemanes, unidos, somos los mejores, los más fuertes, los más sanos. Vamos a ponernos en pie, a romper las ataduras, a levantar el país, a reconstruir nuestro ejército y a demostrar a todos esos miserables que nos han humillado lo que es capaz de hacer una raza superior a la que le corresponde, por derecho propio, ser la dueña de Europa. Vamos a restaurar nuestro orgullo y a satisfacer nuestros deseos porque podemos y queremos hacerlo.
Y los éxitos en los primeros años del gobierno de Hitler les hizo ver a los alemanes que no les había engañado, les convenció de que era realizable lo que estaban deseando creer: ellos eran el auténtico pueblo elegido y todos los demás solo eran infrahumanos que estaban ahí para servirles de esclavos y permitirles satisfacer sus deseos.

Los mecanismos de manejo del orgullo y el deseo eran los mismos de siempre, pero la situación histórica era especialmente adecuada para que un discurso así incendiara a las masas. Los alemanes habían perdido una guerra brutal de cuatro años, se les había declarado oficialmente culpables de haberla provocado y se les había impuesto un castigo humillante que les obligaba a trabajar para los vencedores pagándoles unas indemnizaciones astronómicas; su antiguo sistema político basado en el Káiser había sido desmantelado; estaban amenazados por la revolución comunista que acababa de triunfar en Rusia; había enfrentamientos violentos en la calle, una crisis económica feroz… Todo favorecía la llegada de un mesías que les animara a ponerse en pie y volver a convertirse en lo que habían sido antes del desastre. O incluso en algo todavía mejor.

Hans Franck, que llegaría a ser gobernador en la Polonia ocupada por los nazis, asistió a un mitin de Hitler en enero de 1920 y dejó un testimonio muy gráfico de lo que sintió allí, lo mismo que pronto iban a sentir millones de alemanes:

“Lo primero que venía a la mente era que el orador era honesto, que no quería convencerte de algo que él no creyera a pie juntillas … Y en las pausas de su discurso, sus ojos azules brillaban apasionadamente mientras se peinaba hacia atrás con la mano derecha … Todo salía del corazón y nos tocó la fibra sensible … [Hitler] expresaba lo que los allí presentes guardaban en la conciencia y relacionaba experiencias generales con un entendimiento claro y con los deseos comunes de quienes sufrían y querían un programa… Pero no sólo eso. Mostró un camino, el único camino que quedaba para todos los pueblos arruinados de la historia, el del lóbrego nuevo comienzo desde las más grandes profundidades a través del coraje, la fe, la disposición a actuar, el trabajo duro y la devoción, un gran objetivo brillante y común… A partir de aquella noche, aunque no era miembro del partido, me convencí de que, si había un hombre que podía hacerlo, solo Hitler sería capaz de tomar las riendas del destino de Alemania” (Rees, p. 31).

Hay otros muchos testimonios que refuerzan este punto de vista. Otto Strasser, hermano de uno de los más destacados “camisas viejas” del partido nazi, Gregor Strasser, expresó la misma vivencia con estas palabras dedicadas a explicar el éxito de Hitler como orador:

Hitler se encontró con un pueblo humillado y arruinado, un pueblo que había sido poderoso y rico pero que ahora tenía su orgullo machacado y sus deseos frustrados. Y les dijo a ese pueblo exactamente lo que estaban deseando oír

“Solo puedo atribuirlo a su asombrosa intuición, que diagnosticaba infaliblemente los males que está sufriendo su público… Movido por el espíritu… pronto se transforma en uno de los mejores oradores del siglo. Sus palabras vuelan como una flecha hacia el blanco, toca cada herida privada sin ambages, liberando el inconsciente de las masas, expresando sus aspiraciones más íntimas, diciéndole lo que más quiere oír” (Rees, p. 33).

Eso sí, Hitler procuraba no entrar en muchos detalles concretos de su programa político… que es la mejor manera de que cada oyente, sobre la base de sus heridas privadas, rellene los vacíos proyectando sobre ellos los deseos y las fantasías capaces de satisfacer su orgullo y gratificar sus deseos.

Una y otra vez, el mismo mecanismo aparece subyacente tras las más diversas manifestaciones de odio.

 Hitler procuraba no entrar en muchos detalles concretos de su programa político…que es la mejor manera de que cada oyente, sobre la base de sus heridas privadas, rellene los vacíos proyectando sobre ellos los deseos y las fantasías capaces de satisfacer su orgullo y gratificar sus deseos