Una plaga llamada odio

María Jiménez y Álvaro Herrero de Béthencourt

Definir el odio es complejo. En un acercamiento genérico, el odio se define como la antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea.1 Aristóteles distinguía entre el odio y la ira: el primero puede surgir sin una ofensa previa y se puede dirigir contra un grupo, mientras que la segunda solo puede dirigirse contra individuos. En concepciones más modernas, Gaylin dibuja el odio como una emoción irracional, una distorsión en la percepción, ya que engaña al pensamiento y necesita un objeto al que atacar.2 Sin embargo, se puede argumentar que el odio no es siempre, o necesariamente, irracional, sino que se puede manifestar en forma más o menos sofisticadas. Es más, como se trasluce de los datos de este informe, el odio puede erigirse en una estrategia premeditada, planificada y hasta discursivamente diseñada para lograr una serie de objetivos.

El discurso que impregna cada una de los catalizadores del odio no es condición suficiente para la violencia: hay personas que profieren discursos fanáticos sin pasar a la acción. Sin embargo, el discurso es una condición necesaria para la violencia ideológica, en particular, y la violencia de odio, en general. Su institucionalización en forma de ascenso de organizaciones y partidos políticos que promueven mensajes de odio ha coincidido con un auge de los delitos de odio en Europa.

El discurso es una condición necesaria para la violencia ideológica, en particular, y en la violencia de odio en general

Algunos estudios apuntan que el odio es la clave para entender el fenómeno de la intolerancia, que se define como una reacción negativa, casi instintiva, a un grupo externo que se percibe como amenazante. Llevado al terreno de la política, hay evidencias de que el odio alimenta la intolerancia política, esto es, la negación o la disposición a denunciar que un grupo determinado de la sociedad tenga acceso a la igualdad de derechos y a los valores democráticos básicos. Otras investigaciones, no obstante, apuntan a que el papel del odio, como el del miedo o la rabia, resulta más limitado en la generación de intolerancia, donde existe además un componente de racionalidad e influyen los contextos nacionales. En cualquier caso, el debate se encuadra dentro de un auge indiscutido de la intolerancia política, para muchos estudiosos uno de los fenómenos más problemáticos en las actuales sociedades democráticas.3

Este informe aspira a asomarse a la realidad del auge del odio de la mano de las entidades de la sociedad civil que trabajan de forma más directa con sus víctimas y sus efectos.

1 Real Academia Española: http://dle.rae.es/odio
2 Sternberg, R.J., & Sternberg, K. (2008). The nature of hate. Cambridge University Press
3 Gibson, J.L. (2006). Overcoming apartheid: Can truth reconcile a divided nation? The Annals of the American Academy of Political and Social Science, 603 (1), 82-110; Halperin, E., Canetti-Nisim, D., Hirsch-Hoe er, S. (2009). The central role of group-based hatred as an emotional antecedent of political intolerance: Evidence from Israel. Political Psychology, 30(1), 93-123; Gibson, J., Claassen, C., & Barceló, J. (2020). Deplorables: Emotions, political sophistication, and political intolerance. American Politics Research, 48(2), 252-262; Fischer, A et al. (2018). Why we hate. Emotion Review Vol. 10, No. 4 (October 2018) 309-320