Algunas notas acerca del odio, el mal y la oscuridad

Miguel Ángel Quintana Paz

El odio es una falta de imaginación.

― Graham Greene: El poder y la gloria

 

Comenzaré por confesar que siento algún reparo a abordar este asunto, el asunto del odio, pese a ser él la ocasión que aquí nos congrega (y sin que ello empezca para mostrar mi agradecimiento más cordial por haber sido invitado a esta presentación de Cartografía del odio¹, obra que sin duda alguna bien merece este momento de reflexión conjunta y otros muchos más). La causa de esta reticencia mía no solo enlaza acaso con las dudas que ya han expresado los dos ponentes que en el uso de la palabra me han antecedido (Carlos Vidal de modo más jurídico, Manuel Toscano, más filosófico) acerca de una definición precisa de “odio” (o “discurso”, o “delito” de ídem), sino que en mi caso se engarza además con las reservas que sostengo frente al emotivismo² de nuestros días: esa manía, cada vez más frecuente, de fundar nuestras evaluaciones morales sobre los sentimientos o emociones que experimentamos mientras realizamos o contemplamos una acción (emociones como pudieran ser el citado “odio”; o la “buena conciencia”, por poner otro ejemplo; o la “empatía”, por poner uno más; volveré sobre estas otras emociones, buena conciencia y empatía, más adelante, por cierto). Para lidiar con todos estos reparos he decidido hablar del odio, sí, pero ligado a otro asunto de indudable empaque moral: el mal, que quizá posea la virtud de sacar el asunto un tanto fuera de la intimidad de nuestras emociones y muestre su cara más visible en nuestros trabajos y días.

Será además una pregunta muy concreta en la que a partir de ahora me gustaría que nos afanásemos en torno al mal, a saber: ¿quién es el responsable de una mayor cantidad de mal en el mundo: la gente malvada, la mediocre, o la bondadosa?³ A muchas personas esta interrogante les parecerá ociosa: considerarán prácticamente una perogrullada atribuir el mal a los malvados, así como ocurre con la guapura, que se la atribuimos sin mayores desvelos a los guapos, o la pesadez, cuya responsabilidad máxima es seguramente de los pesados.

1 Pagazaurtundua, Maite (oficina de), Cartografía del odio 2015-2020, Bruselas, Renew Europe, 2022.
2 Cfr. Quintana Paz, Miguel Ángel: “El imperio del emotivismo”, The Objective, 26 septiembre 2019 (https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2019-09-26/el-imperio-del-emotivismo/).
3 Me he planteado una pregunta similar en el texto “A favor de un liberalismo humilde”, publicado en los Cuadernos de pensamiento político FAES, n. 69 (enero), 2019, p. 71-78; en el cual me baso para buena parte de cuanto subsigue.

Ahora bien, desde que Hannah Arendt publicara en 1963 su Eichmann en Jerusalén, existen buenos motivos para replantearse todo este asunto. En efecto, tal libro aventuraba la acongojante hipótesis de que el mal fuese realizado, en su mayor parte, por gente banal, normalita, y no por peculiares entes maléficos repletos de odio hasta el último de sus poros. ¿Y si los protagonistas de males tan terribles como el Holocausto, y de otros muchos capaces de afligirnos, resultasen ser personas mediocres, reguleras, que los cometen como si fuese la cosa más natural del mundo, mientras los rodea gente que asimismo se los toma por lo más natural del mundo? ¿Y si no le fuese necesario al mal apropiarse de la voluntad de gente mala que lo realice a malas, y si no precisase infestar de odio nuestras almas, sino que le bastase al mal solo con ocupar, sibilino, nuestra cotidianeidad de gentes cualesquiera, sin peculiares aborrecimientos ni enconos? Ese era justo el reto para nuestro pensamiento que nos planteaba Arendt en la obra citada, mientras deliberaba sobre el juicio a Adolf Eichmann, responsable logístico de la Shoá:

Habría sido ciertamente muy reconfortante creer que Eichmann era un monstruo. (…) El problema con Eichmann fue precisamente que hubo muchos como él, y que esos muchos no fueron ni pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestra Justicia y de los criterios morales con que juzgamos, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, pues implicaba que este nuevo tipo de criminal (…), en realidad un hostis humani generis, comete sus crímenes en circunstancias que prácticamente le impiden saber o sentir que está actuando mal. (…) Eichmann no era un Yago ni un Macbeth4

4 Arendt, Hannah: Eichmann in Jerusalem. A Report on the Banality of Evil, Nueva York, Penguin Books, 1964, p. 276 y p. 287. Las referencias shakespearianas a Yago (un malvado que actúa convencido sin más de su vocación por el mal, por lo que este parece el fin máximo al que aspira en su vida) y Macbeth (un malvado “pragmático”, que usa el mal no tanto por su propio valor, sino como medio para la realización de sus ambiciones) son significativas; el foco del análisis de Arendt se aleja así, a la vez, de quienes buscan el mal sea como fin o sea como medio, para concentrarse en quienes realizan el mal por mera inercia, de modo trivializado, banal.

Poco después describiría la propia Arendt como “la triste verdad” de nuestra época que “el mal lo hacen, la mayor parte de las veces, aquellos que no se han decidido, o no han decidido actuar, ni por el mal ni por el bien”5. Lo cual levantó inmediatamente, claro, las lógicas protestas de quienes quieren seguir identificando como fuente única, o al menos primordial, del mal a los más malvados, a los mayores odiadores: ¿no resulta, en el fondo, reconfortante saber que si localizásemos tales fontanares de odio tendríamos ya ubicado el origen de eso que queremos evitar, el mal?

Tal ambición alcanza incluso el mundo de la cinematografía. Y así, en 2004 se desató toda una polémica en torno al largometraje El hundimiento (Der Untergang), del director alemán Oliver Hirschbiegel (que ya había lidiado antes, en otra de sus cintas, con uno de los experimentos clásicos en el estudio psicológico del mal: el realizado por Philip Zimbardo en la Universidad de Stanford hacia 19716). ¿El motivo de aquella polémica? El realizador germano mostraba en tal filme a un Adolf Hitler que no respondía al prototipo de chiflado frenético a tiempo completo con que el séptimo arte le había reflejado de forma prácticamente unánime hasta entonces. Como atinó a exponer el crítico David Denby, por fin se representaba a Hitler “como un ser humano plausible” y no como “un ser sobrenatural”; “estaba hecho de la misma arcilla que todos nosotros”, “podía ser amable con su cocinera y con sus jóvenes secretarias, amar a su pastor alemán Blondi”7. Y todo ello sin que se evitase mostrar asimismo que, debido a sus acciones, “el Hitler humano resultaba tan deplorable como el icónico”8. Hirschbiegel se unía de este modo a Arendt, y a nosotros, en el cuestionamiento del tópico que aquí queremos desafiar: la idea de que a las personas que realizan actos especialmente perversos les rodee una suerte de aura satánica, que necesiten supurar odio como el atleta exuda su sudor, en lugar de resultar a menudo terriblemente normales.

¿Qué nos dice la psicología como disciplina acerca de estos avatares? Más allá del ya citado experimento de Zimbardo en los años 70, o el también famoso de Stanley Milgram en los 609, ambos rodeados por fuertes polémicas10, me gustaría centrarme aquí en dos psicólogos más recientes: Roy Baumeister y Paul Bloom.

El primero de ellos, en su obra Evil: Inside Human Violence and Cruelty, de 199711, apuntó hacia un hecho inquietante, que va mucho más allá de cuanto venimos considerando: la inmensa mayoría de agresores no suelen verse a sí mismos como si estuviesen actuando de modo malvado. De hecho, ni siquiera se ven como gente trivial actuando de forma rutinaria, según el modelo de banalidad arendtiano. La horrenda verdad es que con frecuencia se contemplan como personas que han decidido actuar a favor del bien; como víctimas que por fin hacen justicia a quien les atropellaba a ellos o laceraba a otros. Se convierten así, a sus propios ojos, en auténticos salvadores. Puesto que la violencia se da a menudo en medio de conflictos donde todas las partes han puesto su granito de ella12, al agresor que asesta el golpe final le resulta fácil reputarse como un excelente tipo que simplemente se defiende. O nos defiende. No es él quien odia prima facie, sino quien nos salva de los (presuntos) odiadores (y a quienes por tanto él sí puede odiar: no en vano se lo tienen merecido)13

5 Arendt, Hannah: “Thinking and moral considerations”, Social Research, 38:3 (otoño), 1971, pp. 417-446, aquí p. 438.
6 Hirschbiegel, Oliver: Das Experiment, 2001. El experimento de Philip G. Zimbardo citado está recogido en “The power and pathology of imprisonment”, Congressional Record (serie n. 15, 1971-10-25). Audiencia ante el Subcomité n. 3 del Comité de lo Judicial; Cámara de Representantes, 92º Congreso. First Session on Corrections, Part II, Prisons, Prison Reform and Prisoner’s Rights: California. Washington, U.S. Government Printing Office, 1971. Para una reelaboración muy posterior y bastante más reflexiva por parte del propio autor sobre estas ideas, véase Zimbardo, Philip G.: The Lucifer Effect: Understanding How Good People Turn Evil, Nueva York, Random House, 2007.
7 Denby, David: “Back in the Bunker. The Downfall”, The New Yorker, 14 de febrero de 2005.
8 Ibíd. Según otro crítico, Peter Bradshaw, la película mostraba así, mejor de hecho que la mayoría de “documentales televisivos”, la “ordinariez e idiotez” de tal figura histórica (“Film reviews: Downfall”, The Guardian, 1 de abril de 2005).
9 Milgram, Stanley: “Behavioral Study of Obedience”, Journal of Abnormal and Social Psychology, 67:4 (octubre), 1963, pp. 371-378.
10 El lado metodológico de esas polémicas, que niega validez a ambos estudios por no haber utilizado procedimientos correctos durante su realización, puede quedar atemperado, en el caso del experimento de Milgram, por un metaanálisis realizado 35 años más tarde, donde se corroboró que el porcentaje arrojado por el experimento originario de personas dispuestas a someterse a una autoridad hasta el punto de atentar contra la vida de otra persona se correspondía grosso modo con el de numerosos experimentos sucesivos, pues en estos tal porcentaje rondaba entre el 61 % (para los estudios llevados a cabo en EEUU) y el 66 % (en los realizados en el extranjero): Blass, Thomas: “The Milgram paradigm after 35 years: Some things we now know about obedience to authority”, Journal of Applied Social Psychology, 29/5, 1999, pp. 955-978. (Debido a motivos deontológicos el experimento de Zimbardo no se ha prestado a ser repetido, por cuanto se nos alcanza, así que no se ha cabido la posibilidad de reevaluar mediante metaanálisis sus conclusiones).
11 Baumeister, Roy F.: Evil: Inside Human Violence and Cruelty, Nueva York, W. H. Freeman, 1996.
12 Ibíd., capítulo 2.
13 Según Arno Gruen, un buen ejemplo de este proceder residiría, de nuevo, en una figura como la de Adolf Hitler, que solía desplegar “su papel de víctima” y “este rasgo de sus discursos permitió a sus oyentes identificarse con él como víctimas y deducir que tenían derecho a vengarse”; véase El extraño que llevamos dentro: el origen del odio y la violencia en las personas y las sociedades, Barcelona, Arpa, 2019. Ahora bien, hemos de advertir que el planteamiento general de Gruen choca frontalmente con el que más adelante acabaremos de perfilar; pues este psicoanalista germano-suizo sí considera que, de algún modo, despersonalizamos a nuestra víctima antes de violentarla.

Ni el sadismo ni la ambición representan, pues, las fuentes de la mayor parte del mal que nos rodea, concluía Baumeister, aun cuando persista en nuestro sentido común la tendencia, un tanto mitológica, a atribuir a estas dos causas un papel predominante ahí. De hecho, ni siquiera el pasotismo o la banalidad son los principales culpables. Lo es más bien gente inquietantemente convencida de lo bondadosa que resulta. La autoestima alta y el idealismo (dos instancias que, a menudo, se estimulan, por ejemplo en nuestros sistemas educativos, pues se supone apresuradamente que engendrarán justo lo contrario, fecundos beneficios) constituyen, siempre según Baumeister14, las peores armas de destrucción masiva. Ambas dotan a la gente de esa buena conciencia que está detrás de la mayor parte del mal.

Esta posición de Baumeister suscitó el esperable escándalo en su momento15; pero durante el cuarto de siglo transcurrido desde entonces se han ido sucediendo los aportes académicos que contribuyen a reafirmarla. Así, en su estudio ya casi clásico de 2001 sobre la autoestima16, el también psicólogo Nicholas Emler concluyó que no existían datos que la correlacionasen, en caso de ser baja, con una mayor agresividad hacia los demás, mientras que sí se corría ese riesgo al ponderarla como algo que necesariamente debía crecer. Por otro lado, un antropólogo, René Girard, ya había venido insistiéndonos desde décadas atrás en el papel fundamental que juega en nuestras sociedades el atribuir a un chivo expiatorio buena parte de nuestros males; la violencia contra este chivo, pues, luego se presentará revestida siempre de excelentes razones. Y de hecho, tras haberla ejercido, la paz que se producirá entre los cómplices de tal agresión vendrá a corroborar post facto que era bueno y necesario ejecutar algo así. Del odio a la víctima surge un renovado amor por los míos (y la buena conciencia de haber alcanzado este)17.

El psicólogo Paul Bloom, por su parte, lleva desde hace un tiempo insistiendo en que, contra lo que a menudo se cree, la mayoría de agresores no deshumaniza a sus víctimas, no la degrada al nivel de meros animales u objetos a nuestra entera disposición18. De hecho, suele suceder justo lo contrario: el victimario considera al receptor de su crueldad como alguien plenamente humano pero, precisamente debido a ello, libre y responsable de sus actos y, por consiguiente, merecedor del “castigo legítimo” que (como vimos de la mano de Baumeister) el agresor considera que él solo se limitará a aplicar. Este es el motivo por el que otra virtud que acapara frecuentes loas en nuestros días, la empatía, en realidad acarrea para Bloom una contraparte siniestra: si nos sentimos muy empáticos hacia personas a las que consideramos que otras dañan, esa empatía puede fácilmente transmutarse en actos crueles contra sus (a veces solo supuestos) agresores. Y estos sufrirán pronto las consecuencias de esa sagrada ira que desencadena en nosotros nuestra santa y empática compasión19. Ya afirma el dicho popular que del amor (o ahora de la empatía) al odio hay pocos pasos, quizá solo uno… o menos.

Diversos son los autores que pueden venir hoy en día a confirmarnos estas tesis: el psicólogo Johannes Lang20, el sociólogo Bradley Campbell21 o el también sociólogo, y especialista en conflictos, Randall Collins, que las ha resumido de manera contundente: “Cuanto mayor es el sentimiento de nuestra bondad, resulta más fácil cometer un mal”22. Algo muy similar había advertido ya décadas antes otra pensadora, Simone Weil: “Se puede ser injusto por voluntad de ofender a la justicia o por una mala lectura de lo que es la justicia. Pero casi siempre es el segundo caso el que se da”23. Incluso podríamos remontarnos dos milenios atrás, hasta el evangelista Juan, cuando señalaba en parecida dirección: “Llega la hora en que todo el que os quite la vida pensará estar prestando un servicio a Dios” (Jn 16:2). Por eso hablan, un tanto irónicos, de una “violencia virtuosa” otros dos autores que comparten esta misma perspectiva, Alan Fiske y Tage Rai24 . También lo hace Steven Pinker, que en el prólogo de esa obra recuerda su tesis de que constituye nuestro virtuoso deber, o al menos nuestro legítimo derecho, dar una buena lección.

14 El peligro que representa una autoestima alta ha sido abordado por este mismo autor también en Baumeister, Roy F., Laura Smart y Joseph M. Boden: “Relation of Threatened Egotism to Violence and Aggression: The Dark Side of High Self-Esteem”, Psychological Review, 103, 1996, pp. 5-33; Bushman, Brad J. y Roy F. Baumeister: “Threatened Egotism, Narcissism, Self-Esteem, and Direct and Displaced Aggression: Does Self-Love or Self-Hate Lead to Violence?”, Journal of Personality and Social Psychology, 75/1, 1998, pp. 219-229.
15 Como ejemplo de una reseña contundentemente crítica de su obra véase Jerome, Leigh W.: “Evil: Inside Human Violence and Cruelty by Roy F Baumeister, Ph.D.”, Psychiatric Services, 48/3 (marzo), 1997, pp. 404-405. Para una crítica a la idea de que la autoestima alta, en lugar de la baja, sea fuente primordial de violencia, véase Donnellan, M. Brent, Kali H. Trzesniewski, Richard W. Robins, Terrie E. Moffitt y Avshalom Caspi: “Low self-esteem is related to aggression, antisocial behavior, and delinquency”, Psychological Science, 16/4 (abril), 2005, pp. 328-335.
16 Emler, Nicholas: Self-Esteem: The Costs and Causes of Low Self-worth, York, Joseph Rowntree Foundation, 2001.
17 Toda la obra de este autor francés gira en torno a este mecanismo antropológico, pero escogeremos de ella Girard, René: Le bouc émissaire, París, Grasset, 1982.
18 Bloom, Paul: “Beastly”, The New Yorker, 27 de noviembre de 2017.
19 Bloom, Paul: “The Dark Side of Empathy”, The Atlantic, 25 de septiembre de 2015. Abunda en esta crítica a lo empático como sumo bien de nuestra moralidad Orwin, Clifford: “Cómo una emoción se transformó en virtud (con ayuda de Rousseau y Montesquieu)”, Cuadernos de Pensamiento Político, 21 (enero-marzo), 2009, pp. 69-81.
20 Lang, Johannes: “Questioning Dehumanization: Intersubjective Dimensions of Violence in the Nazi Concentration and Death Camps”, Holocaust and Genocide Studies, 24/2, 2010, pp. 225-246. Como apunta el título de este trabajo, el programa de investigación de Lang cuestiona que en las guerras y genocidios del siglo XX se haya producido una deshumanización de sus víctimas por parte de los que las provocaron.
21 Campbell, Bradley: The Geometry of Genocide: A Study in Pure Sociology, Charlottesville, University of Virginia Press, 2015. El propósito de este estudio de Campbell es similar al recién mentado en la nota anterior a propósito de Lang.
22 Collins, Randall: “C-Escalation and D-Escalation: A Theory of the Time-Dynamics of Conflict”, American Sociological Review, 77/1, 2012, pp. 1-20, aquí p. 5.
23 Weil, Simone: La pesanteur et la grâce, París, Plon, 1947, p. 153.
24 Fiske, Alan P. y Tage S. Rai: Virtuous Violence: Hurting and Killing to Create, Sustain, End, and Honor Social Relationships, Cambridge, Cambridge University Press, 2014.

si sumásemos todos los homicidios cometidos por quienes se toman la justicia por su mano, las bajas en guerras religiosas y revolucionarias, la gente a la que se ejecuta por crímenes sin víctimas o meras faltas, y los objetivos de genocidios ideológicos, seguramente superarían en número a las muertes debidas a la depredación amoral y la conquista25.

De entre toda esta producción académica me gustaría detenerme algo más en que nos está proporcionando la filósofa Kate Manne, en especial en su libro de 2017 Down Girl26. Pues la tesis de esta obra es una de las más atrevidas de todas las que estamos reseñando aquí: para ella la misoginia (incluso en sus extremos más horripilantes, como la violación) no procede tanto de contemplar a las mujeres “como meros objetos”, de “deshumanizarlas”, sino, bien al contrario (y en la línea de Baumeister y Bloom) de contemplarlas como seres libres y “culpables” (por ejemplo, de haber rechazado al varón). De ahí que se las repute por consiguiente merecedoras de terribles castigos, como puede ser el acto de violarlas. A la inversa, prosigue el argumento de Manne, cosificar a alguien no es siempre negativo: es bueno que un cirujano, verbigracia, actúe sobre mi cuerpo sin quedar embargado por su empatía hacia los cortes o manipulaciones que me aplica. Ni detrás de toda (o la mayoría) de la crueldad está la cosificación, ni detrás de toda cosificación hay crueldad, por lo tanto27; repudiemos la ligazón fácil que suele hacerse entre ambas.

¿Cabe extraer alguna conclusión general de cuanto llevamos hasta ahora dicho? En estas notas hemos intentado arrojar dudas sobre la idea de que la relación entre mal y odio sea tan biunívoca como a veces se nos presenta; hemos avanzado incluso la posibilidad de que emociones que a menudo se reputan ligadas a la virtud moral, como la buena conciencia o la empatía, puedan en realidad enlazarse más bien con el odio y, en algunos casos, la maldad que subsigue a este. También hemos apuntado algunos motivos de cierto peso para postular que detrás de mucho mal pueden encontrarse personas demasiado empeñadas en restaurar el bien; personas que, creyendo hacer justicia, se quedan ciegas ante el sufrimiento de quienes tienen delante. Una actitud, por cierto, contraria a la de todo un don Quijote de la Mancha, que dejó claro a Sancho que no era misión suya juzgar en quién residían las culpas de aquellos a los que veía padecer, ni impartirles desde tal juicio una presunta “justicia” por su propia mano, sino acometer tan solo algo mucho más simple, ayudarles:

—Majadero —dijo a esta sazón don Quijote—, a los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos van de aquella manera o están en aquella angustia por sus culpas o por sus desgracias: solo le toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas, y no en sus bellaquerías28.

En suma, si hubiésemos de resumir todo hasta aquí lo esbozado en una frase, habríamos de ofrecer acaso esta: el odio y el mal son asuntos que, contra las apresuradas generalizaciones que proliferan a menudo, en realidad dan mucho que pensar. De modo que hemos de terminar como empezamos: agradeciendo al libro Cartografía del odio que se haya parado, que nos haya parado, a meditar sobre tan acuciantes cuestiones.

Y, como coda, recordemos a un hombre que tuvo muchos momentos para reflexiones semejantes: el reverendo Martin Luther King. Él nos dio otra pista que acaso también sirva de balance de lo hasta ahora avanzado: así como la oscuridad es incapaz de sacarnos de la oscuridad, tampoco el odio tiene la capacidad de sacarnos del odio29. Ni siquiera el odio al odio, nos atreveríamos a añadir nosotros; pues, si continuamos la metáfora de King, tal odio al odio constituiría algo así como una oscuridad que inútilmente arrojamos contra otra oscuridad.

25 Pinker, Steven A.: The Better Angels of Our Nature: Why Violence Has Declined, Nueva York, Viking Press, 2011.
26 Manne, Kate: Down Girl. The Logic of Misogyny, Oxford, Oxford University Press, 2017.
27 Otra filósofa feminista, Martha Nussbaum, nos ofreció ya en Sex and Social Justice, Nueva York, Oxford University Press, 1999, un argumento, enseguida convertido en clásico, de la inocencia de muchas cosificaciones; por ejemplo, la que uno hace de su persona amada cuando reclina sobre ella la cabeza, como si fuera una almohada o un cojín, sin que esta presunta degradación a “cosa”, a “objeto blandito en que apoyarme”, implique maldad ética ninguna (sino más bien lo contrario) entre los humanos envueltos en tan tierna acción.
28 Cervantes, Miguel: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 1605, parte I, capítulo XXX.
29 King, Martin Luther Jr.: Where Do We Go from Here: Chaos or Community?, Boston, Beacon Press, 1967, p. 67.