Las trampas del odio, Manuel Toscano Universidad de Málaga

Jornadas ‘El odio e intolerancia política en Cataluña. Análisis jurídico y perspectivas sociales para evitar la discriminación’, organizadas por Maite Pagazaurtundúa, vicepresidenta de la Comisión de Libertades Civiles, Justicia e Interior del Parlamento Europeo

Barcelona, CINC (C/ Llull 321, 08019)

1 de abril de 2022

 

Antes que nada quería agradecer a los organizadores la oportunidad de participar en ese acto: a Maite Pagazaurtundúa, a Rafael Arenas García y a Antonio Hermosa, que fue quien cursó amablemente la invitación. Me siento además muy honrado de estar aquí en compañía de buenos amigos, porque al agradecimiento debo sumar la admiración que tengo por Maite y Rafael desde hace años; pues ambos han dado sobrado ejemplo de lucidez y coraje cívico en la lucha, o la resistencia, contra el odio y la intolerancia, que son los temas que nos traen aquí.

He leído con gran interés el libro que nos presenta Maite Pagaza, Cartografía del odio, pues ofrece un valioso estudio interdisciplinar, bien documentado en fuentes oficiales y datos de organizaciones de la sociedad civil, sobre un fenómeno tan inquietante y difícil como la difusión y utilización política del odio. La dificultad del estudio proviene en parte del desconocimiento de las dimensiones del fenómeno; como señalan los autores, los datos oficiales disponibles son parciales e incompletos (‘un caso masivo de subnotificación’), al igual que son complicadas las comparaciones entre países. Pero hay algo más, relacionado con el territorio tan vasto, tan irregular, de paisajes tan variados, que cubre; cuyas fronteras además resultan inciertas, fluidas y discutibles. De ahí que sea un acierto hablar de ‘cartografía’ en el título, pues tiene mucho de exploración. Ahora bien, cuando no tenemos claro lo que cae dentro o queda fuera del fenómeno, ni acerca de los rasgos que componen su fisonomía, entonces tenemos un problema de conceptos, como les gusta decir a los filósofos. Pues los problemas conceptuales no se refieren sólo al significado de las palabras, sino al modo como delimitamos los aspectos de la realidad para entenderlos.

En un río conceptualmente revuelto, siempre hay pescadores que sacan provecho, echando sus redes más o menos finas. Por eso aquí me gustaría, con ánimo de estimular la discusión posterior, exponerles algunas de las dudas o inquietudes que me suscitan los discursos acerca de los discursos (o los delitos) del odio. Lo que podríamos llamar ‘las trampas del odio’, algunas de las cuales son bien visibles especialmente aquí en Cataluña. Nada de lo cual debería entenderse, por cierto, como un reproche a un estudio tan meritorio y cuidadoso como el que nos han presentado; al contrario, quienes lo han elaborado parecen bien conscientes del riesgo de que haya sesgos en el tratamiento del asunto.

Unas consideraciones preliminares sobre el odio y su evolución semántica. Es natural que el odio tenga mala prensa, pues es la más pura expresión de malevolencia. Como explicaban los clásicos, nace de pensar que el odiado es mala persona, en general o en su trato con nosotros, y consiste en desear que algo malo le suceda. Al contrario que la ira, que experimentamos en el calor del momento contra personas concretas por afrentas sufridas o que creemos haber sufrido, el odio puede ser frío y cronificarse o perdurar largo tiempo (la ‘ira inveterata’, que decía Cicerón). Y lo que es más importante, según apuntó Aristóteles en la Retórica, el odio puede dirigirse contra tipos o clases de personas, es decir, contra individuos únicamente por el hecho de que forman parte de un colectivo detestado. Eso es clave, pues aquí lo que nos importa es el odio como fenómeno social y no como dinámica interpersonal, como bien señala Enrique Baca en su clarificador capítulo en el libro.

Por si fuera poco, Aristóteles añade que el odio es implacable, a diferencia de la ira; pues mientras la segunda busca que el otro sufra en venganza, los que odian desearían la aniquilación o destrucción completa de aquel a quien odian; ‘que cese de existir’, dice el filósofo. Por ello puede considerarse la forma más extrema de animadversión, pues podemos odiar al otro aunque no nos haya hecho nada, simplemente por ser la clase de persona que es, y no sólo deseamos que algún mal le sobrevenga, sino que querríamos que no existiera esa clase de personas. En términos sociales, eso significa no sólo que los miembros de la clase detestada quedan subsumidos y homogeneizados bajo una etiqueta social indiferenciada en razón de su pertenencia, sino que además el odio desearía que el colectivo por entero desapareciera o dejara de existir. Sencillamente, para el que odia el mundo sería mejor sin ese tipo de gente.

Hasta aquí lo que dice el clásico. Fijémonos, sin embargo, en que el sentido de ‘odio’ ha ido cambiando en las últimas décadas a medida que las expresiones ‘delitos de odio’ o ‘discursos del odio’ se van difundiendo. Como señaló el sociólogo Jack Levin, uno de los autores pioneros en el tema, el sintagma ‘hate crimes’ empieza a circular en los años ochenta en los Estados Unidos a propósito de homicidios con una clara motivación racial. A partir de lo cual el término ‘odio’ empieza a cambiar progresivamente en dos sentidos. Por una parte, para designar un abanico más amplio de actitudes negativas que implican el menosprecio o la falta de consideración y respeto hacia otros. Por otra parte, se estrecha quiénes pueden ser blanco del odio, pues pasa a ‘caracterizar las creencias y sentimientos negativos que un individuo alberga acerca de los miembros de otros grupos a causa de su raza, religión, u origen étnico’. Es decir, se experimenta no hacia cualquier clase de personas o colectivos, sino hacia grupos sociales bien determinados por criterios raciales, religiosos o etnoculturales. Con el tiempo se ha ido extendiendo a otros atributos sociales (y colectivos) como el sexo, la orientación sexual, las minusvalías, la edad o la apariencia física. Si el destinatario del odio antes podía ser potencialmente cualquiera (una persona, una organización, una idea, etcétera), ahora se restringe a los miembros de ciertos grupos o minorías socialmente vulnerables, a causa de las desventajas que sufren o del historial de opresión e injusticia que arrastran históricamente.

Algo parecido ha sucedido con otros términos en inglés como ‘prejudice’, cuya evolución semántica es muy similar. Por ello se entendía tradicionalmente una opinión apresurada, normalmente desfavorable, que se forma sin atender a los hechos o sopesando la evidencia, esto es, prejuzgando la cuestión; de ahí pasó a entenderse por tal cualquier posición dogmática, impermeable a las razones. Aunque ese punto de irracionalidad se ha conservado, se ha asociado cada vez más estrechamente con actitudes de intolerancia específicamente referidas a miembros de grupos y colectivos objeto de discriminación. Si los falsos estereotipos y creencias acerca de la raza o la religión se extienden a otras diferencias, como el género, la orientación sexual o discapacidad, se ve clara la convergencia con el odio¹.

1 Esta evolución semántica se ve por ejemplo en la larguísima redacción del controvertido artículo 510 del Código Penal, que data de la reforma de 2015. Según reza el artículo, serán castigados con penas de prisión ‘quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia’ contra ciertos grupos o individuos en razón de su pertenencia a ellos. ¿Qué grupos pueden ser sujetos pasivos de tal delito? La prolija relación debería servir de aviso, pues a los conocidos motivos antisemitas y racistas se suman los referentes ‘a la ideología, religión y creencias’, ‘situación familiar’, pertenencia a etnia, raza u origen nacional, ‘sexo, orientación o identidad sexual’, ‘enfermedad o discapacidad’, sin que falten categorías que se solapan o simplemente redundantes. Las penas se extienden, entre otros, a quienes produzcan o difundan ese tipo de materiales en cualquier soporte, así como a los que públicamente nieguen o trivialicen los delitos de genocidio, algo que tiene dudoso encaje constitucional.

Esa evolución tiene algo positivo, pero también encierra un peligro, según me parece. Obviamente, tiene de positivo la atención al odio que se dirige contras sectores de la población minoritarios y, por ello, particularmente vulnerables. No obstante, el peligro está en la categorización del odio basada en la tipificación rígida de ciertas manifestaciones de odio (los ataques raciales o contra minorías religiosas) como los casos por antonomasia y que de ese modo operen como orejeras, cegándonos a la hora de ver otras, como la intolerancia por motivos ideológicos por ejemplo. Esa concepción selectiva o parcial es un riesgo bien real, por eso hablaba de las trampas del odio. Los críticos de la penalización de los discursos del odio, como Nadine Strossen, alertan precisamente de ese peligro de aplicación sesgada.

Mencionaré para empezar una confusión palmaria, que es habitual en las discusiones públicas en nuestro país, donde ha sido alentada incluso por declaraciones de representantes políticos y cargos ministeriales, como sucedió cuando la manifestación ultraderechista en Chueca en septiembre 2021. Habría que tener cuidado con que en el totum revolutum del odio no se mezclen, inadvertida o interesadamente, cosas que es imprescindible distinguir, como la diferencia que va de los delitos de odio (hate crimes) a los discursos del odio (hate speech). En sentido estricto los delitos de odio son conductas ilícitas, como homicidios, agresiones o amenazas, en las que se detectan como motivo los prejuicios o la intolerancia hacia ciertas minorías o grupos vulnerables; el odio no las convierte en delito, por así decir, sino que figura como agravante atendiendo a las repercusiones sociales que tienen. Otra cosa son aquellos mensajes o expresiones, sin relación directa con conductas violentas o ilegales, que se pretenden castigar únicamente por ser expresiones de odio e intolerancia. Por detestables que resulten, la persecución penal de esas manifestaciones de odio e intolerancia plantea cuestiones normativas pertinentes que afectan a la libertad de expresión y que no se dan en el caso de los delitos de odio.

Con ser importante, no es el equívoco más grave que puede darse en torno al fenómeno del odio. Como decía, lo que más me preocupa es el uso retórico del odio de forma selectiva, de modo que ciertas manifestaciones de odio son destacadas ante la opinión pública, provocando todo tipo de condenas e indignación, mientras otras pasan desapercibidas, como en sordina. Dicho de otro modo, me preocupa que a la hora de entender un fenómeno tan abigarrado y complejo ciertos casos sean vistos como centrales o típicos, en tanto que otros quedan por así decir en los márgenes, como en penumbra, sin ser por ello menos graves.

Doy un par de ejemplos para que se vea mejor. Si recuerdan el escándalo que levantó la manifestación de Chueca antes mencionada, el mismo día estaba previsto el ongi etorri a Henri Parot, condenado por 39 asesinatos, entre ellos los de la casa cuartel de Zaragoza, donde murieron cinco niños. O pensamos en los ataques constantes que sufren los estudiantes de S’ha Acabat, la asociación de universitarios constitucionalistas, en los campus catalanes, como aquel que tuvo lugar en la llamada Plaza Cívica de la Autónoma de Barcelona, donde los radicales coreaban: ‘Pim-pam-pum, que no en quedi ni un’. Si eso no es un nítido mensaje de odio, no sé yo qué podría serlo. Sin embargo no mereció ni un mensaje de condena por parte de los rectores catalanes, tan prestos a pronunciarse sobre tantas cosas. Al contrario, después de aquellos incidentes, hubo portavoces políticos que expresaron en sede parlamentaria su apoyo a los agresores y no a los agredidos, animándoles a ‘expulsar a los fascistas de la universidades públicas catalanas’. Todo ello justificado siempre con la espesa retórica del antifascismo, donde todo está puesto del revés: quienes pretenden dar a conocer sus puntos de vista a favor del orden constitucional, ejerciendo sus derechos pacíficamente, son tildados de ‘fascistas’, mientras los intolerantes que les acosan y agreden en nombre del nacionalismo excluyente son ensalzados como valerosos luchadores antifascistas.

Esa justificación de la intolerancia y la violencia por razones ideológicas no debería extrañarnos a estas alturas. Lo dejan muy claro los datos recogidos por el Observatorio de la Violencia Política en Cataluña en sus informes anuales. En los dos últimos, que corresponden a 2019 y 2020, la violencia política en la comunidad autónoma proviene abrumadoramente de quienes se adscriben ideológicamente al secesionismo: un 95% de los incidentes y agresiones en 2019 y cerca del 92% en 2020. Comparen, sin embargo, con las publicaciones de la Oficina de Derechos Civiles y Políticos de la Generalitat, creada después del referéndum ilegal de octubre de 2017, que ignora buena parte de esos incidentes violentos dirigidos contra los no nacionalistas, pero magnifica en cambio el peligro del odio de la extrema derecha españolista. Hay cosas que se agrandan y otras que simplemente no se quieren ver. Esa especie de ángulo ciego no sólo se da en Cataluña, pero es especialmente visible aquí.

No es casualidad que buena parte de la intolerancia ideológica se ampare con la retórica de los antifascistas sin fascismo, a la que me refería antes. Los grandes estudiosos del fascismo, como Griffin, Gentile o Stanley Payne, llevan años alertando de la banalización del término, a fuerza de usarlo indiscriminadamente como rótulo que se aplica a todo lo que despierta nuestra antipatía. El abuso es entendible si consideramos la potencia retórica de un concepto que ha venido a representar la encarnación absoluta del mal en política. La resistencia antifascista evocaría, por contraste, la causa justa por antonomasia, la lucha del bien contra el mal. De ahí la utilidad de la retórica antifascista para una parte de la izquierda y los nacionalistas en nuestro país; como señala Payne, no hay forma más eficaz de estigmatizar al adversario, o de crear al enemigo perfecto contra el que todo está permitido. Es la receta perfecta para la intolerancia en política y por eso atrae a tantos extremistas.

Las ventajas de usar la etiqueta ‘fascista’ son evidentes. Erigido en representante del mal, a quien se tacha como fascista queda excluido del juego democrático y no es posible tener tratos con él; más aún, la intolerancia en su contra no sólo está justificada, sino que es exigible como señal de virtud o credencial democrática. Ni siquiera la violencia puede ser excluida allí donde se vea necesaria, como predican los antifascistas actuales, pues tratándose de evitar a toda costa el triunfo del mal, cualquier medio es legítimo. Además, no caben medias tintas ni se admiten grises: o se está con los fascistas o con los antifascistas. Toda causa justa, del antirracismo al feminismo, caería en el campo de estos últimos, que monopolizarían los ‘valores democráticos’. La rigidez de la disyuntiva, no obstante, es perfectamente compatible con la discrecionalidad para trazar la raya según la conveniencia política. Es la gran ventaja de que la etiqueta se haya desembarazado de cualquier conexión con el fascismo histórico y sus herederos. Quien crea que exagero puede repasar las actas de un debate en el Congreso de los Diputados, con motivo de una proposición no de ley presentada por Unidas Podemos en contra del fascismo y en defensa de los valores democráticos, para ver las cosas que allí se dijeron.

No habría que engañarse al respecto: el antifascismo sin fascismo es un movimiento rabiosamente antiliberal. Como deja muy claro el Manual antifascista de Mark Bray, al fascista, es decir, aquel a quien los antifascistas tachen como tal, no se le puede dejar hablar, sino que habría que silenciarlo y acallarlo por la fuerza si es preciso. Los antifascistas no creen en las virtudes del debate público que pregonan los liberales ni en la protección de las libertades individuales para todos. La derrota del fascismo cobraría primacía absoluta sobre derechos y garantías, puesto que aquel compendia ahora todas las formas de opresión: el racismo, la homofobia, el heteropatriarcado o el capitalismo.

Por eso el discurso del antifascismo sin fascismo ofrece hoy la cobertura perfecta para la intolerancia ideológica y hasta la violencia política. Bajo esa cobertura, el antifascista puede presentarse como paladín de la democracia, ocultando su carácter profundamente antiliberal; se blinda así frente a cualquier crítica, como hacían los viejos estalinistas, pues cualquier objetor o disidente queda expuesto a ser tachado de ‘cómplice con el fascismo’. Eso lo explicaba bien Sloterdijk, para quien la apropiación de la retórica antifascista por la extrema izquierda representa una exitosa maniobra en lo que se refiere al uso estratégico del lenguaje político y como estrategia de legitimación de la intolerancia y el odio en política.

Podemos hablar de cómo esa retórica le viene perfectamente al nacionalismo excluyente (perdón por la redundancia) para presentarse como radicalismo democrático. Pero ahora querría, para terminar ya, señalar una paradoja que hay en todo esto, pues buena parte de la intolerancia política que vemos se ampara bajo el pretexto del odio al odio o a los que odian, se podría decir. De ese modo revela cierta ambivalencia en el modo en que contemplamos actualmente el fenómeno del odio. Por una parte, la retórica contemporánea acerca del odio se vale de u opera con la presunción de que se trata de algo nocivo y rechazable en general, sin más. Por otro, al tiempo hay quien presume de odiar a los malvados, pues como recordó Plutarco el odio a la maldad está entre los sentimientos que se alaban. Jugando con esa ambivalencia, mucha de la intolerancia, y hasta la violencia política, que hemos visto en el País Vasco y ahora en Cataluña, se enmascara como odio virtuoso, políticamente justificado.