Odio e intolerancia política

Rafael Arenas
ODIO E INTOLERANCIA POLÍTICA
Barcelona, 1 de abril de 2022

I. Introducción

El informe que ha preparado la oficina de Maite Pagazaurtundúa es un documento que, me parece, tiene un excepcional valor, porque sienta las bases para abordar una cuestión que en estos momentos resulta ineludible y que, a la vez, no es sencilla en su tratamiento. Esta jornada lo prueba a la perfección. Todos, seguramente, estamos de acuerdo en que no podemos permitir que el odio, la intolerancia y la violencia penetren el debate público; ahora bien, la forma de conseguir este fin nos enfrenta a decisiones difíciles. Decisiones que tienen que ver con la forma en que hemos de dibujar los límites de ciertos derechos a fin de que no se conviertan en instrumentos para actitudes que pueden acabar destruyendo el propio marco del debate público; y decisiones que tienen que ver también con nuestra incapacidad para determinar de manera absoluta lo que es cierto y lo que es falso; lo que, precisamente, obliga a que el valor de toda afirmación sea resultado de un proceso deliberativo que tiene que ser lo más amplio y libre posible. Esta idea se encuentra ya en el prólogo del documento, escrito por Maite Pagazaurtundúa, donde se afirma, con mucha agudeza, que “es más fácil reconocer la intolerancia en aquellas cuestiones sobre las que no dudamos”. El problema, claro, es que hemos de dudar de casi todo; las referencias a este planteamiento desde la antigüedad clásica hasta la actualidad son inabarcables.

El trabajo que se plasma en el documento que hoy se presenta requiere una muy cuidadosa delimitación conceptual en la que destaco dos elementos: “delitos de odio” e “intolerancia”; en el primer caso estamos hablando de conductas delictivas motivadas por prejuicios hacia determinados grupos de personas. Esto es, delitos que se dirigen a personas concretas, pero en tanto en cuanto forman parte de un determinado grupo. Es bueno aclarar que en el estudio el campo se ha de ampliar de los delitos a otras conductas que quizás no merecen un reproche penal, pero sí de otro tipo. Por su parte, la intolerancia se caracteriza por ser conductas personales, actitudes, formas de expresión o de manifestación que implican la denigración, violación o vulneración de la dignidad o derechos de una persona que es considerada como “no aceptable”. Esto es, de nuevo nos encontramos con una actitud que puede considerarse reprochable y que se dirige hacia una persona en tanto en cuanto integrada en un grupo. Es decir, tanto en los delitos de odio como en la intolerancia debemos adentrarnos en las implicaciones de tratar a una persona no como tal, sino como integrante de un grupo; es decir, en el fondo, nos encontramos ante una cuestión que se remite a lo identitario, ya que con frecuencia lo que se persigue con la acción delictiva o intolerante es reforzar la identidad que se percibe como propia frente a la de quienes integran el grupo de la víctima. De esta forma, vemos cómo la identidad es un elemento clave en el análisis de estos fenómenos y su tratamiento. Y la identidad, sin duda, es un elemento de una importancia esencial en la comprensión de nuestra sociedad actual, tal como veremos a continuación.

II. Estructura política, identidad, odioe e intolerancia

Creo que podemos comprobar que se está cumpliendo lo que adelantaba Manuel Castells en su obra “La era de la información”, hace ya varias décadas: los fenómenos identitarios vinculados a la religión, el género, la raza, la lengua u otros marcadores tienen una importancia creciente que, creo, no hace falta ejemplificar. Quizás el debilitamiento de las estructuras políticas estatales, en las que, idealmente, la condición de ciudadano se imponía a otros elementos de identificación, conduce a una vuelta a la relevancia de otras comunidades que, por supuesto, siempre habían estado ahí; pero que habían vista reducida su relevancia en la época dorada del paradigma estatal (de mediados del siglo XIX a finales del siglo XX). Por supuesto, todo es más complicado que esta hipersimplificada afirmación; pero no podemos perder de vista que hasta hace relativamente poco se pretendía construir comunidades políticas uniformes en lo religioso (desde el siglo XVI) o en la raza o en la lengua (siglos XIX y XX); mientras que ahora, aunque existen ejemplos de lo anterior, asistimos a crecientes demandas de que este tipo de identidades gocen de reconocimientos cada vez más intensos dentro de las estructuras políticas territoriales. De alguna forma, el personalismo de las leyes, que caracterizó a Europa desde el fin del Imperio Romano de Occidente hasta la Baja Edad Media, parece renacer.

Este contexto no creo que deba ser dejado de lado a la hora de analizar los fenómenos de odio que vivimos actualmente y que, como se acaba de indicar, se conectan de alguna forma con el proceso de reforzamiento de identidades de grupo que, en ocasiones, buscan su afirmación con el enfrentamiento a otras identidades y que pretenden reconocimiento por las entidades políticas territoriales tradicionales (los Estados, las subdivisiones de estos y las organizaciones internacionales).
Lo anterior indica que el tratamiento de estos fenómenos tiene una indudable transcendencia constitucional, en el sentido de que resulta relevante para entender la evolución de las estructuras políticas que hasta ahora han detentado de manera generalmente aceptada el poder público.

Desde la perspectiva de éstas, de las estructuras políticas y jurídicas constitucionales, estas identidades grupales basadas en el origen, la raza, la lengua, la ideología o la religión deberían asumir el respeto a las reglas de convivencia en una sociedad democrática. Los delitos de odio y las manifestaciones de intolerancia serían, de esta forma, atentados a estas reglas de convivencia que permiten que los diferentes vivan como iguales, y que la diversidad sea percibida como una riqueza y no como una amenaza. Y para que esta convivencia se desarrolle es preciso que cada uno pueda manifestarse con sus particularidades y sus específicos puntos de vista, y que su propio corpus ideológico pueda ser expresado y difundido.

En este punto puede aparecer un problema que, como veremos, podría tener relevancia en relación al tema de los delitos de odio y la intolerancia. Desde la perspectiva de las sociedades democráticas basadas en la razón y en la tolerancia, cualquier idea ha de poder ser sometida a debate y contrastada con otras ideas contrapuestas. Este debate, sin embargo, puede resultar imposible desde la perspectiva de alguno de los grupos que conviven en dicha comunidad política, puesto que pudiera ser que esos corpus de ideas -con transcendencia práctica en el comportamiento social- tuvieran un origen o bien divino o basado en la tradición o en un pretendido consenso que no puede ser objeto de discusión o debate. De esta manera, el contraste entre grupos y el reforzamiento de la identidad de cada uno de ellos podría pasar por un enfrentamiento potencialmente peligroso; desde el momento en el que las ideas que articulan uno de los grupos pudieran ser consideradas inasumibles por otro, sin que la razón sea instrumento adecuado para resolver el conflicto.

Estas situaciones no pueden acabar más que con la creación de esferas separadas dentro de la sociedad en las que el crecimiento propio no pudiera hacerse más que con la confrontación con el otro. La historia está llena de este tipo de situaciones que son un tópico en la condición humana.
Tendremos que volver sobre esto un poco más adelante; pero aquí basta dejar apuntado que la conexión entre delitos de odio, intolerancia e identidad; en un momento en el que la tendencia es la de reforzar las identidades basadas en la religión, la lengua, la ideología o, incluso, la raza o el origen; nos obligará a testar los límites de las reglas que, desde una perspectiva ideal, articulan las democracias liberales basadas en la razón, el debate maduro y sin límites y la tolerancia. Ahora bien, como, precisamente, será difícil encontrar estos límites, será útil empezar por aquello que pueda estar más claro para, a partir de ahí, avanzar hacia las cuestiones más difusas. De acuerdo con este método, y tal como veremos, más allá de las dificultades teóricas que apenas se acaban de apuntar, la mayoría de los supuestos podrán ser considerados como “fáciles”, ya que afectan a límites que nadie debería discutir (y pido perdón por ser tan categórico en este punto).

III. Violencia y amenaza de utilización de la violencia

Si consultamos la cartografía del odio preparada por el equipo que dirige Maite Pagazaurtundúa, vemos que la mayoría de los delitos de odio que se registran se relacionan de manera directa con la violencia ejercida contra personas o cosas. Así, las agresiones son un 30,09% del total, las agresiones mortales, homicidios y asesinatos son un 0,35% más, el vandalismo, la profanación de tumbas, los ataques a lugares de culto, los daños a la propiedad, los incendios y los robos y las agresiones suman, en conjunto, otro 13,44%. Esto es, la utilización de la violencia supone más de un 43% de los casos. Es cierto que, como advierte el estudio, los datos oficiales no cubren todos los casos existentes y que la diferencia entre lo registrado y lo que realmente ha sucedido puede ser significativa; pero aún así es importante destacar la conexión entre violencia, delitos de odio y actitudes de intolerancia, porque nos ofrece un punto de anclaje sólido desde el que intentar examinar la totalidad del problema.

La utilización de la violencia es siempre reprochable; excepto cuando se emplea por el poder público y de acuerdo con las reglas propias de una sociedad democrática. Y también, por supuesto, en los contados casos en los que quien no ejerce el poder público puede recurrir a la violencia como respuesta a una agresión también violenta y con el fin de defenderse. Este principio general de prohibición de la violencia es esencial para entender el papel del poder público en nuestros sistemas políticos y, como apuntaba hace un momento, seguramente es difícil cuestionarlo. En el caso de los delitos de odio, esta utilización de la violencia es objeto de una calificación específica porque se conecta con ese propósito identitario que hace que otros se conviertan en víctimas no por sus actuaciones individuales o por sus características personales, sino por pertenecer a un grupo; de tal manera que en este contexto la violencia se enmarca en esa reafirmación de la identidad grupal que comentaba hace un momento. Se entiende así que la sanción de estos sucesos violentos debiera ser incluso agravada sobre los que carecen de esta finalidad, puesto que, como hemos visto, lo que en estos casos se cuestiona es, en el fondo, las reglas de convivencia que dan sentido a la comunidad política.

No entraré ahora más en esto y habrá que volver más adelante a este problema; pero es preciso apuntar aquí que cuando se producen estas actuaciones violentas orientadas contra grupos o individuos por su pertenencia a grupos, es especialmente necesario que los poderes públicos obren con total ecuanimidad; esto es, que no persigan con más o menos intensidad determinados casos en función de la identidad que está en juego. Como veremos, en este fenómeno deberemos distinguir claramente entre los actores privados y públicos, y aquí es necesario dejar anotado ya que, dado que coincidiremos en que la persecución de toda forma de violencia es consustancial al Estado de Derecho, y que la violencia orientada a determinados grupos es especialmente rechazable; cualquier actitud de contemporización del poder público con ciertas formas de violencia es indicio de una quiebra profunda de principios democráticos básicos que, quizás, no sea evidente en un principio, pero que denota un fallo estructural del sistema que, como no sea reparado a tiempo, puede producir la quiebra de éste. Como digo, deberemos volver sobre esto un poco más adelante.
Junto con la violencia, las amenazas o los comportamientos amenazantes deberían ser objeto de escasa discusión. Incluso desde una perspectiva penal, la amenaza de la utilización de la fuerza recibe un tratamiento igual o parecido a la violencia misma; por lo que también en los casos que nos ocupan (delitos de odio), la regulación debería ser la misma o equivalente. No creo que haya argumentos que permitan apoyar ninguna tolerancia o aquiescencia con la amenaza de la violencia.

IV. Incitación y apología de la violencia

Hasta ahora hemos presentado los casos claros; que, de acuerdo con las cifras que aporta la “Cartografía del Odio”, suponen más del 63% del total, pues al 43% que resulta de aquellos delitos en los que se ha utilizado la violencia contra personas y cosas hay que añadir un 29,76% de delitos consistentes en amenazas o comportamientos amenazantes; pero los fenómenos de odio o de intolerancia no se limitan a estos. De hecho, sería difícil que pudiera llegarse a la amenaza o a la utilización de la violencia si no existiera previamente un relato que cosifica al otro, denigra a ciertos grupos o alienta la violencia. El estudio muestra la conexión que existe entre estos relatos y el ejercicio de la violencia contra personas o cosas; ahora bien, la gestión de esta conexión y de estos discursos no es sencillo; puesto que en estos casos puede argüirse que en una sociedad democrática todas las ideas han de estar sometidas a debate, y que mientras no se supere el límite de la palabra no debería haber sanción o prohibición. El recurso a la libertad de expresión será utilizado como límite a medidas que puedan reducir el debate público.

Como se adelantaba, no es un problema sencillo, plantea dudas y creo que su resolución ha de ser uno de los ejes del trabajo al que da inicio esta “Cartografía del odio”; pero esto no impide que puedan avanzarse algunas ideas.

La primera es que deberán establecerse criterios para diferenciar entre unos y otros comportamientos. Aquellos que estén más cercanos a la amenaza; así, la incitación a la violencia contra personas o grupos específicos y en un contexto en el que quien incite tenga cierta capacidad para conseguir que sus palabras se conviertan en realidad; debería tener algún tipo de regulación. De la misma forma, aquellos casos en los que las expresiones tengan como fin denigrar o humillar a las víctimas de la violencia también debería existir algún tipo de respuesta legal. Ahora bien, no podemos aquí adelantar cuál en concreto ha de ser esa respuesta, aunque sí apuntar dos ideas.

La primera es que la respuesta a este tipo de comportamientos puede adoptar distintas modalidades. La respuesta penal, que no ha de plantear dudas en lo que se refiere a la utilización de la violencia, como ya hemos visto; es la más contundente; pero puede haber también una responsabilidad civil o sanciones administrativas en función del contexto en el que se produzca. Finalmente, no podemos olvidar que la respuesta política; esto es, el rechazo por parte de los distintos actores a este tipo de discursos o comportamientos puede ser también eficaz.

La segunda es que deberemos distinguir entre discursos desarrollados por particulares y discursos o actuaciones con participación del poder público. Ya se ha adelantado algo sobre esto de lo que nos ocuparemos con algo más de detalle enseguida Aquí basta apuntar que esta distinción es esencial, tanto desde una perspectiva de lege lata; en tanto en cuanto, por ejemplo, los ciudadanos gozan del derecho a la libertad de expresión, del que carecen los poderes públicos; como desde una perspectiva de principios, porque la naturaleza y consecuencias de las declaraciones de las autoridades o administraciones es radicalmente diferente de las de quienes no ejercen el poder público.

V. Crítica o denigración de personas o grupos de personas

Más allá de los casos en los que nos encontramos ante una incitación directa a la violencia o la apología de la misma o el homenaje a quienes la utilizan, se encuentran aquellos discursos o actitudes que suponen planteamientos críticos en relación a grupos en función de su origen, religión, lengua o cualquier otra circunstancia.

Aquí, de nuevo, hemos de partir de la conexión fáctica entre tales discursos y el ejercicio final de la violencia contra personas pertenecientes a esos grupos. Ahora bien, es claro también que la existencia de dicha conexión no justifica cualquier reacción o, incluso, la existencia de alguna reacción. En este punto, definir los límites de la libertad de expresión, de opinión e ideológica es imprescindible para abordar los problemas que se plantean.

No será posible tampoco dar soluciones generales. De nuevo tendremos que determinar cuál es el comportamiento concreto y también el contexto en el que se realiza. Esta consideración del contexto no es, en cualquier caso, una originalidad de este tipo de delitos, pues todos aquellos que tienen que ver con la palabra requieren analizar las circunstancias en las que se produce. No es lo mismo -por poner ejemplos extremos- un insulto proferido en el marco de una obra de teatro que otro dirigido a uno de los novios en el momento en el que se está celebrando su boda. En lo que se refiere al tema que aquí nos ocupa, la consideración, por ejemplo, de si existe o no una situación de riesgo para un determinado colectivo debería ser valorado. No es lo mismo, por ejemplo, la denigración de un colectivo en situación de peligro o desconsideración social (los sin techo, por ejemplo) que de un colectivo que no se ha visto previamente señalado o cuestionado (los funcionarios del catastro, por ejemplo). Soy consciente de que esto aporta poco, pero mi objetivo es tan solo apuntar algunos de los problemas que pueden plantearse y formas en que podrían abordarse.

En cualquier caso, deberemos ser cuidadosos para que el tratamiento de lo que podría ser un discurso que pudiera reducir la consideración de un determinado colectivo, no acabe limitando la posibilidad de plantear hipótesis que deberían ser tenidos en cuenta en el debate público, y siendo conscientes de que nadie tiene la capacidad para determinar de manera unilateral lo que es o no valioso para el debate público y que incluso las posiciones minoritarias han de ser respetadas (y diría que las posiciones minoritarias deberían ser especialmente protegidas). Ciertamente, las generalizaciones del tipo “los judíos”, “los árabes”, “los cristianos” o “los comunistas” corren siempre el riesgo de convertirse en estigmatizadoras; pero este riesgo no ha de limitar la posibilidad de construir discursos (acertados o no, rigurosos o no; eso no ha de ser determinante) sobre las características de personas, grupos de personas, religiones o doctrinas. En este punto entiendo que la presunción ha de ser en favor de la apertura en la construcción del discurso público y solamente por vía de excepción podrían limitarse aquellas expresiones que no suponen llamada directa a la violencia o denigración o humillación de personas o grupos. Será el análisis de los casos concretos el que permitirá ir dotando de mayor concreción a estos principios generales.

VI. Poder público y particulares

A lo largo de la exposición se ha llamado la atención sobre la necesidad de distinguir entre actuaciones de los poderes públicos y de los particulares, aunque siempre remitiéndonos a lo que se diría más adelante. En este punto es preciso retomar esas indicaciones y conectarlas con el eje central de la exposición: la tensión entre los principios que articulan la convivencia en las democracias liberales y los que son propios de cada uno de los grupos existentes en su seno. Esta tensión, a la que ya nos hemos referido, exige que aquellos elementos estructurales de la convivencia que forman parte del consenso social, sean aceptados por todos; comenzando por el rechazo a la utilización de la violencia o de su amenaza y el respeto a todas las personas. A partir de aquí, sin embargo, el poder público deberá ser extremadamente cuidadoso en lo que se refiere a su adscripción a cualquiera de los planteamientos de los diferentes grupos que conviven en la sociedad. Dado que muchos de ellos pretenden reconocimiento y oficialización de sus elementos identificadores, la actitud seguramente más razonable es la de alejar al poder público de esas identificaciones. En el caso de Europa, por ejemplo, el debate sobre la presencia oficial del cristianismo es largo y profundo; pues siendo cierto que históricamente ha sido un elemento de construcción de la identidad en las diferentes sociedades del continente, lo cierto es que en la actualidad convive con otras propuestas no solamente religiosas, sino también de otro tipo; por lo que seguramente sería saludable limitar el reconocimiento público de las religiones; siendo conscientes de que el que se haga a una deberá extenderse, en función del peso y circunstancias de cada una de ellas, al resto. De la misma forma, cualquier planteamiento ideológico o identitario debería recibir el mismo tratamiento por parte del poder público; uno fríamente distante. Ciertamente, no es sencillo concretarlo, porque las actuaciones que se lleven a cabo para garantizar o reforzar determinados derechos pueden acabar convirtiéndose en apoyo a específicas identidades; pero el que no sea sencillo concretarlo no altera que el principio debería ser claro y, por tanto, también una guía de orientación para resolver los casos difíciles.

Y lo anterior debería hacerse porque dotar de reconocimiento oficial a los elementos identitarios de los diferentes grupos que conviven en la sociedad supondría otorgar el respaldo del poder público a alguno de ellos en detrimento de los otros, lo que supondría una desventaja significativa para los que participan en los grupos que no han sido elegidos. Ya antes nos ocupábamos de la necesidad de actuar con la misma contundencia ante las actitudes violentas con independencia de que se dirijan contra unos u otros grupos; y en el caso de España y, más concretamente de Cataluña, esta no es una llamada retórica, puesto que es claro que la violencia que se ejerce contra los constitucionalistas no recibe la sanción que se aplicaría a la violencia que se ejerciera contra otros colectivos, con todo lo que esto implica.

De la misma forma en que, como se ha destacado, el respeto a la libertad de expresión -esencial en toda sociedad democrática- debería llevar a una interpretación restrictiva de los límites que puedan establecerse a discursos que no llamen de una manera directa a la violencia; también ha de tenerse en cuenta que los poderes públicos no gozan de la libertad de expresión, por lo que las afirmaciones o relatos que construyan las diferentes administraciones y que pudieran suponer crítica o denigración de determinados colectivos o grupos no gozan de esa protección que ofrece la libertad de expresión. Esto es relevante, porque, por desgracia, no es imposible encontrarse con autoridades o funcionarios que, en el ejercicio de sus cargos, realizan afirmaciones que o bien loan la violencia de determinados grupos o la justifican o amparan o humillan a las víctimas. Estos casos, que podrían plantear dudas cuando los sujetos son particulares; no deberían plantear ninguna cuando estamos hablando de poderes públicos, quienes han de ser especialmente respetuosos con esos principios democráticos que antes comentábamos y huir de cualquier instrumentalización de las instituciones en favor de alguno de los grupos que, como veíamos, pugnan por ser reconocidos desde el poder público.

VII. Conclusión

En definitiva, el tratamiento del discurso del odio y de la intolerancia política nos enfrenta en la actualidad a uno de los fenómenos más interesantes al menos de las últimas décadas: cómo las estructuras políticas tradicionales, basadas en la convivencia sobre un territorio de una pluralidad de ciudadanos en las que planteamientos como la religión, la lengua, la ideología o el origen eran considerados, básicamente, como cuestiones privadas; han ido mutando en el sentido de que los grupos articulados a partir de estas identidades pugnan por obtener un reconocimiento público, reforzando su identidad en ocasiones por medio del enfrentamiento con otros grupos. En este enfrentamiento, los fenómenos de odio o intolerancia pueden aparecer teniendo un doble valor: por una parte, suponen un ataque a los derechos individuales de individuos que son agredidos en tanto que integrantes de un grupo; por otra parte, ponen en riesgo la estabilidad de las instituciones, que pueden pretender ser desplazadas, al menos en algunos aspectos, por las propias del grupo identitario.

El tratamiento de estos fenómenos de odio e intolerancia no es sencillo; pero ha de partir del rechazo absoluto a la violencia o amenaza de la violencia. La incitación a la violencia o la apología de la misma también han de ser rechazados; aunque teniendo en cuenta que la respuesta legal y social a estos fenómenos es variada y admite gradaciones. Por otra parte, ha de tenerse en cuenta que el respeto a la libertad de expresión obligará a tolerar actuaciones o comportamientos que pueden acabar teniendo incidencia en la construcción de un discurso denigratorio para determinados grupos; pero que se verán amparadas por la necesidad de mantener un debate abierto en la sociedad. En estos casos, será imprescindible atender a las circunstancias y el contexto para poder modular la respuesta.

Finalmente, ha de tenerse en cuenta que debe diferenciarse entre actuaciones o declaraciones de particulares y del poder público. Este último no goza de la libertad de expresión y está rígidamente ligado a los principios democráticos y demás elementos estructurales de la identidad de la comunidad política en cuanto a tal, resultando necesario rechazar cualquier complicidad con grupos, dentro de esa comunidad política, identificados a partir de elementos como la religión, la raza, la lengua o la ideología. Esta complicidad será especialmente grave cuando implique tolerancia hacia la utilización de la violencia contra otros grupos dentro de la sociedad. Resultará de más difícil gestión en aquellos casos en los que el favorecimiento de un grupo pase, al menos formalmente, por la garantía de derechos individuales. Será preciso un análisis específico y de detalle para poder pronunciarse sobre los distintos casos posibles.